Estábamos todos los hijos y nueras alrededor de mi madre, pues era viernes de Dolores y celebrábamos su Santo. Noventa y siete años. La pobre apenas se enteraba de nada y últimamente casi no contábamos con ella de lo mal que estuvo. Ahora estaba con una media sonrisa, pero ida totalmente.
Comimos todos a su alrededor. A mi hermano Eduardo, hubo que quitarle de delante la fuente de “ensaladilla de langostinos”, receta genial de mi hermana, y la de “bacalao al pilpil” que yo había hecho, y recordarle que tenía azúcar a la hora del postre, pues Pilar, la cuidadora de mamá, le había hecho una tarta de turrón que se la estaban comiendo entre mi hermano y Mª Teresa, la mayor de nosotros, también del selecto “Club del Diabético Dulzón”.
Mis cuñadas Margarita y Ana, Pilar mi mujer, y mi hermana Mary Carmen se estaban bebiendo varias cosechas de “Barbadillo”, con lo cual y como de costumbre les dio por ponernos “verdes” a los hombres de la familia, entre brindis varios del dorado elemento.
Después del café, mi hermano fue a echarse un sueñecito, las fumadoras salieron al patio y yo me senté en el viejo sillón de orejas, no muy cómodo, pues estaba pidiendo a gritos un tapizado. Al poco tiempo me sentí sumergido en otro tiempo.
Las de horas nocturnas sentado en el dormitorio con el libro de geografía por delante y el sueño cerrándome los ojos, procurando aprenderme las comarcas de Soria o de Albacete; los afluentes del Duero o los pueblos de Tarragona. Mi hermano Eduardo durmiendo con la luz encendida, esperando para preguntarme la lección. ¡Lo que a mí me importaba todo esto! O a mi hermano Francisco, ya fallecido y yo, sentados en este sillón rezando el “Santo Rosario” en el dormitorio de mis progenitores, pues estaba enfermo mi padre que a la vejez se había vuelto muy beato. Seguramente le remordería la conciencia por la vida de “tarambana” que había llevado y que nos había dejado en la ruina. Pero esa es otra historia.
Este sillón había pasado por todas las habitaciones de todas las casas en que habíamos vivido esta familia.
También recuerdo cuando Mary Carmen tuvo un reuma muy grave y yo pasaba horas y horas leyendo haciéndole compañía sentado en el dichoso sillón. Hasta recuerdo haber jugado con los soldaditos a guerras escondiéndolos entre sus cojines para que no los descubriera el enemigo, que era mi hermano menor que le tiraba tarugos, ya que el que abatiera a más del bando contrario ganaba.
Pero sobre todo recuerdo cuando me castigaban por casi todo lo que hacía, y me prohibían leer los tebeos del “Capitán Trueno” y yo los escondía en las entretelas del sillón para leerlos a escondidas.
¡Qué tiempos tan tristes! Y es que dinero no teníamos y siempre todo el mundo de mal humor y riñendo; pero sobre todo echaba de menos que en mi casa no había alegría.
Tantos días sentado en el sillón castigado sin salir a la calle a jugar con mis amigos. Tantas humillaciones de casi todos por cualquier cosa. Yo siempre era culpable aunque no supiera por qué. Yo era un niño en una casa de viejos. La única que me comprendía y me ayudaba era mi cuñada Margarita.
Por eso cuando ese día me atreví medio en broma a pedir el desvencijado sillón de orejas y me lo dieron, se me vino todo lo que acabo de contar a la cabeza y pensé que escribirlo me haría bien.
Ya que no me dieron el reloj de oro me quedo con el viejo sillón. Espero que mi mujer me deje ponerlo en mi “burbuja” cuando lo arregle.