domingo, 26 de febrero de 2017

En tiempos de Maricastaña

Hace mucho, muchos años, había en mi barrio una tiendecita, de esas que ahora llaman “de proximidad”, que vendía casi de todo en unos tiempos que hoy se definirían como de “escasez extrema”, por lo que decir de todo, no tiene para nada las connotaciones de la  actualidad.
                                                                  


No tenía ningún cartel que anunciara ofertas, ni el nombre del comercio, solo una chapa enorme de aquellos cubitos de concentrados de caldo, (poca carne aunque se veía una foto  con un pollo picoteando maíz) que se llamaban “Purina”.
                                                                  


En el barrio se le llamaba Casa Beli, y lo llevaba una familia gallega de padres y prole amplia y muy limpia, siempre embutidos en unos babis de crudillo perfectamente abotonados, y a la que  se podía ir fuese la hora que fuese de un día cualquiera (incluidos domingos y fiestas de guardar), porque siempre te atendían para poderte llevar un cuarto de kilo de arroz, azúcar o de harina.
                                                                 


Se compraba todo a granel, por lo que tenían a la vista sacos enormes de garbanzos, judías, lentejas (a las que había que quitar en casa los arvejones que venían mezclados con el producto antes de remojarlas), azúcar, etc., ¡Ah!, y otro saquito de un sucedáneo del café, la malta, que se mezclaba con algo de este, pues el café escaseaba, y todo esto siempre envuelto en  papel de estraza.
                                                                     


De dulces, lo único que se veía por allí, era una caja cuadrada de cartón de Galletas María Fontaneda, y unas onzas de chocolate terroso con un fraile pintado.
Colgaban del techo algunos chorizos y enormes pencas de bacalao salado, que también se compraba en trozos  cortados por una cizalla, una barrica de madera con sardinas  arenques, un bidón de aceite de oliva (la soja vino después) con un mecanismo de émbolos para dispensar en la botella que tu llevabas de casa, cualquier cantidad no inferior a un ¼ de litro.
                                                                     


Los artículos de limpieza que entonces había, era el estropajo de esparto o el de aluminio, el asperón, la sosa caustica, la legía, y el jabón verde “80 Camacho”, con el que se limpiaba el suelo de las casas, se lavaba la ropa o te aseabas, y como última novedad para las primeras lavadoras que sustituyeron al “refregador” de madera, igual jabón pero en escamas. Un poco después, saldría a la venta el mismo jabón pero blanco, y para el aseo personal la pastilla de jabón Flor de Guris y las barras de jabón para afeitado de La Toja, y  cuchillas de afeitar de las tres letras o Palmera.
                                                                        


Otra particularidad de esta tienda, es que te daban “fiao”, es decir, que pagabas cuando podías, y si la cuenta se hacía muy grande, poco a poco durante meses o años.
Con todo lo que nos quejamos de la crisis actual, aquello sí que era  una verdadera hecatombe, que se veía con naturalidad. La imaginación y la invectiva cubrían las escaseces.
                                                                      


Aquellas madres hacían que la ropa fuera eterna, ya que cualquier prenda pasaba de padres a hijos, y cuando se deslucía la tela de tanto uso, se le daba la vuelta.
                                                                       


Y es curioso, pero el problema muchas veces no era el dinero que también; es que todo escaseaba.
La vida era otra, ¿mejor, peor?, era lo que había, y  no había más remedio que adaptarse; los jóvenes preguntad a padres y abuelos, que ya os dirán.


domingo, 19 de febrero de 2017

Mala noche

Ahora, después de estos años que yo creía de una felicidad que nunca acabaría, se me cae la venda de los ojos, y aquí sentado en este banco de un parque, me abrigo para pasar esta noche brillante de estrellas, aunque la mía no está;  se apagó sin avisar.
                                                               


Podría ir a pasar la noche a casa de algún  amigo, ¿me quedarán después de hoy?, pero no quiero tener que dar explicaciones, o a cualquier hotel (hasta ahí llevo dinero), pero prefiero quedarme aquí, en esta soledad donde sólo se escucha el chirrido de un columpio movido por la brisa, algún coche de vez en cuando, y alguna lejana sirena de ambulancia o policía. Quiero pensar en lo ocurrido, y si soy capaz de poner los títulos y el  fin de la película de mi vida, empezaré de cero en lo que me quede de existencia.
                                                                   


Tengo una edad media, que cuando  sucede un trágico descalabro de cualquier índole, (despido del trabajo, divorcio, una enfermedad incurable, la muerte de alguien muy querido) cosas así, tienes palabras y soluciones para los demás, pero ¿y cuando te sucede a ti?
Acabé la carrera muy joven y enseguida tuve trabajo de investigador en una planta bioquímica, y un mal día conocí, entonces no lo pensaba así, en una visita guiada por la empresa a la que sería mi mujer.
                                                                       


Era un grupo heterogéneo de alumnos de último curso de una elitista universidad privada, y una de las chicas no paraba de hacerme preguntas, algunas capciosas, sobre todo lo que les mostraba y les explicaba, hasta que ya después de acabar la visita e irse todos, me esperó para invitarme a una copa y aclarar algo, que por lo visto no le había quedado claro.
¿Cómo oponerse a la invitación de unos preciosos ojos verdes y aquella juguetona sonrisa infantil? Y ahí empezó lo que nos llevaría a enamorarnos, casarnos y después de un año de sentirme como en las nubes, llegaría nuestro hijo Alfonso.
Para entonces yo era un hombre florero, ya que mi mujer resultó ser la hija del dueño de aquella factoría donde empecé y de un montón de negocios más. Vaya, que era una rica heredera, por lo que me dieron un sueldazo y un despacho de concejero (de los que se llaman despachos de vía muerta), y era un hombre feliz y enamorado, pero hoy lo puedo decir, en todo y por todo un directivo cuchara, ya que ni cortaba ni pinchaba.
                                                                   


Pero después de muchos años hoy he visto, me ha mostrado podríamos decir, el problema que ni veía ni intuía, y además me lo ha desgranado serena y miserablemente  sin privarse de nada, de la A  a  la Z. En todo lo que ha largado no soy capaz de reconocerme, ni de reconocer a la más dulce de las mujeres.
Estaba con otro hombre al que creí mi amigo, y ahora pienso que esperaban mi llegada para dar lo nuestro por acabado, como si se tratara de cualquier despido a un empleado que ya no sirve porque no ha cubierto sus objetivos.
Ella tiene, porque son suyos, la casa, el dinero, nuestros bienes, sólo tengo derecho a compartir con ella nuestro hijo, y ya me ha avisado que será moneda de cambio si es que quiero sacar algún beneficio de este desaguisado.
¡Pobre niña rica!
                                                                    


Pues así están las cosas, y renuncio a todo menos a mi hijo, aunque con los medios que tienes mi ex, seguro que me lo pone difícil, pero lucharé.
Lo demás me da igual, creo que encontraré trabajo aunque me tenga que mudar de continente.
Me acabaré la botella y los cigarrillos mirando amanecer este día de despedidas.

¡Hace una noche  magnífica para tener algo que celebrar!

sábado, 11 de febrero de 2017

La sorpresa

El por qué estoy aquí, no lo sé, pero el cómo todo se ha encadenado hasta esto, sí. Os lo cuento, y a ver si así veo  salida.
                                                                  


Había prometido a propios y extraños que no celebraría mi treinta cumpleaños, pero mis inseparables (fatídicos) amigos, Fran y Don no me habían dado opción de escape, ya que muy de mañana se presentaron en mi casa este nefasto sábado.
Menos mal que me dejaron desayunar y vestirme; se veía que tenían mucha prisa por secuestrarme, y yo tonto de mí, me dejé.
                                                                


El padre de Don le había dejado el jaguar descapotable, donde entramos los tres, para inmediatamente decirme ambos que tenían que vendarme los ojos y darles el móvil, ya que esto sería una sorpresa de la que me alegraría, por lo que muy a regañadientes tuve que aceptar (no debí pasar por ahí).
                                                                   


Entramos en muchos bares donde fuimos tomando copas sin que me permitieran quitarme el vendaje, y hasta para ir al servicio me acompañaba uno de los dos. Después fuimos a comer para seguir a continuación bebiendo, por lo que ya empezamos a movernos en  taxi, y por fin, cuando se cansaron y yo me encontraba un pelín “perjudicado”, llegamos a un sitio ignoto  que a mí me pareció un bloque de pisos o apartamentos, porque después de subir varias plantas en ascensor, abrieron una puerta al final de un largo pasillo, donde después de pasar me encaminaron a una habitación, y por fin me restituyeron la vista.
                                                                 



Estábamos en un amplio salón moderno, minimalista creo que lo llaman,  y bien provisto de todo, por lo que descorcharon una botella de champán francés, y después de acabados los brindis por mi cumpleaños (bastantes repetitivos desde por la mañana), ellos me dijeron que esperara sin moverme de la estancia, que llegaría mi regalo.
Estuve sentado y medio adormilado no sé si cinco minutos o una hora, pero me puse en pié inmediatamente cuando entró por aquella puerta la mujer que humedecía mis sueños eróticos, y que no era otra que una compañera de trabajo que estaba buenísima, y llegó bastante ligerita de ropa colgándose de mi cuello para felicitarme.
Con mucho desparpajo se sirvió un güisqui y se me sentó en las rodillas después de arrastrarme hasta el mullido sofá, dándome pié (no soy de hierro) a meterle mano, y a punto estábamos de culminar lo inevitable en estos casos, cuando se abrió la puerta y apareció Silvia, mi novia (nos casábamos en primavera) echa una energúmena, que entre gritos, amenazas y sollozos, me arreó una tremenda bofetada, saliendo a continuación de la habitación igual de rápida que hizo la entrada, cruzándose casi a la vez con un tipo que yo no había visto en mi vida con pinta de delincuente, llamándome de todo por liarme con su novia, arreándome un tremendo puñetazo que me dejó semiinconsciente y tendido en el suelo, de donde me rescataron mis ¿amigos?, diciéndome que esperara allí porque iban a aclarar aquello. ¿Y a mí quien me lo aclara?
                                                                        


En estas estaba esperando no sé qué, pero incapaz de moverme del sillón donde me habían puesto y con una bolsa de hielo en el mentón, cuando aparecieron varias personas con dos policías, instándome a acompañarlos a la comisaría para aclarar el porqué de los gritos y las amenazas,  además estando yo herido, y que habían encontrado entre las botellas una bolsita con mariguana, y para colmo, habiendo interpuesto una denuncia un vecino.
                                                                     


Y aquí estoy, donde después de declararlo todo entre los sarcasmos de las fuerzas del orden, me dijeron que esperara en aquella pútrida habitación hasta que el comisario decidiera qué hacer conmigo. Maltratado, dolorido, sólo; sin amigos, ni novia, ni quién sabe si también sin trabajo, y a punto de dormir en un calabozo.
Después de no sé cuánto tiempo, un policía me dijo que lo acompañara a ver al comisario, que me metió una bronca enorme, diciéndome que me había escapado de aquello por que el padre de Fran era su amigo, y había dado su palabra de que aquello sólo había sido una pesada broma entre amigos.
                                                                    


Y que menos; en la puerta estaban aquellos dos arrepentidos ca….es, para llevarme a casa
Me cago en los cumpleaños, las copas, los amigos, las novias, las buenorras y en todo lo que se mueve.

Ya sabréis por qué no me gustan estas celebraciones.

sábado, 4 de febrero de 2017

El tropiezo

Salió de allí con la mente en blanco, no había dicho ni adiós. Caminó sin rumbo en aquel neblinoso y desapacible día de enero, y tan concentrada estaba en no pensando en nada, que ni las conversaciones ni el rugido de los coches la sacaban de aquella concentración.
                                                                    


Ahora que su vida, por fin, parecía ya encarrilada, ahora aquello. Se recordó de adolescente, tan “especialita” como había sido, luego cuando llegó a la universidad y encarriló sus ansias de formación; después, empezó a tontear con Juan, y en el último curso de carrera se habían casado, sobre todo por sus respectivas familias, a quien no pudieron ocultar su incipiente maternidad.
Vinieron años duros para simultanear el trabajo con el cuidado de su hija, y después todo empeoró cuando su marido decidió comenzar una nueva vida con una jovencísima rubita compañera de actividad. Un divorcio mal avenido, reproches familiares, precariedad laboral, hasta que cuando las cosas ya no podían ir a peor, su vida empezó a enderezarse.
                                                                  


Se metió en una cafetería de aquella calle acuciada por el frío,  sentándose en una mesa apartada del ruido de la televisión y pidió un café con leche, y como siempre hacía desde tiempo inmemorial, sacó su agenda y empezó a escribir las palabras “positivo y negativo” en dos columnas separadas por una raya.
Tenía a su hija como el mayor bien de su vida a la que estaba muy unida, tenía por fin un trabajo estable, no tenía agobios económicos; ¿Felipe?, ¿Lo ponía, era positivo..? No, de momento no lo ponía por lo que tachó su nombre.
                                                                     


Luego miró fijamente la palabra negativo que encabezaba la otra columna en blanco, y no se le vino a la cabeza nada más que una terrible palabra: Cáncer.
Volvió a quedarse en trance jugueteando con el bolígrafo y mientras el café se le quedaba frío.
                                                                   


Aquello fue un mazazo. Cuando el médico le dijo que tenía un quistecito en el pecho izquierdo y que era maligno, no se  podía creer que esto le pasara a ella.
Bueno, pues ya estaba escrito en la libreta, y así visto y comparando las dos columnas, aquello sólo era un tropiezo del que saldría como había salido de todos los anteriores.
                                                                        


Cerró la agenda y pidió otro café, pues le apetecía algo caliente y el primero estaba helado. Después de todo, aquello lo superaría. Se lo debía a su hija, y que corcho, ella era una luchadora y estaba convencida que aquello era un tropiezo que sabría encarrilar. Conocía a amigas que ya habían pasado por aquello.
Salió a la calle donde el sol empezaba a salir tímidamente, y sin pensárselo dos veces, se fue al Corte Inglés a comprarse aquel bolso que le gustaba.

¡Día a día, minuto a minuto, la vida sigue! Y tú tienes derecho a disfrutarla.