Ya estábamos en Roma, aunque era casi de noche y se veía poco. Larga caminata desde el avión hasta el autobús que nos llevaría a la Estación Términi, en el centro de la ciudad. El autobús nos dejó tirados en el lateral de dicha estación, mi mujer, yo y mi bastón, intentando localizar las maletas en el vientre del bicho. Llevábamos un planito perfecto que nos llevó al hotel sin tener que preguntar. A todo esto gente ofreciéndote taxis, hoteles, espectáculos y un largo etcétera, en fin como en cualquier gran ciudad que vive del turismo.
El hotel y la bienvenida perfecta, cesta de uvas en la habitación con tarjeta de bienvenida y los mejores deseos de feliz estancia. Y lo mejor hablándonos todo el tiempo en español.
Nos fuimos después de organizar un poco nuestras pertenencias a un barito cercano con mesas en la acera, donde picamos algo y brindamos con vinito de la casa.
No voy a hablar, solo lo imprescindible, de las obligadas visitas turísticas a esta ciudad para mí decadente; viejos edificios, esa luz violentamente mortecina del atardecer contemplando las cúpulas y tejados de esta capital del mundo cristiano y no cristiano, para creyentes y ateos. Nuestra cultura occidental creo que aportó al mundo tres cosas incuestionables: La cultura griega, el derecho romano y el cristianismo.
La ciudad da una imagen de suciedad al pronto, pero realmente no está sucia, es la cantidad de grafitis que lo cubren todo por debajo de los dos metros, incluidos trenes, autobuses y por supuesto el metro.
El Coliseo increíble. Lástima que fuera esquilmado durante siglos, hasta que los romanos descubrieron que se podía cobrar 16 € por una visita guiada de cuarenta minutos. Había hasta gente disfrazada de soldados, dispuestos a hacerse una foto contigo por la mísera cantidad de diez euritos. “Porca miseria”.
Lo más espectacular de Roma, las plazas al final de cualquier calle. No sabes dónde estás, pero el espíritu agradece esa belleza espontánea de esa placita desierta, solo con palomas bebiendo de la fuente más o menos cristalina, y alguna que otra pareja solitaria hablándose de su amor y sus promesas y proyectos.
Pero nada comparable con la sorpresa de ir andando por la noche desde Plaza de España por tortuosas calles llenas de bares con mucha gente y de pronto aparecer la Fontana di Trevi, solo precedida por el ruido del agua. Preciosa si no fuera por la gran acumulación de turistas de todas partes del mundo, que no te dejan muchas veces ni hacerte la preceptiva foto.
Bendita ciudad que te permite ver los tesoros Vaticanos fríamente, sin que te perjudique en tu titubeante fe de carbonero. La realidad es que es un “Parque Temático”. Una ciudad-nación de 700 habitantes, con los sueldos más altos de Europa, que no pagan impuestos, que su farmacia dispone de los últimos avances farmacológicos a precios de risa y donde hay una carnicería que dispone de la mejor carne de Italia. Privilegios y privilegios al lado de gente que no tiene nada, y que cada día sale a ver si consigue algo que dar a su prole.
Me sorprendió que apenas caían unas gotas de lluvia, aparecían montones de vendedores con paraguas de viaje. Donde se huele dinero rápido proliferan las ofertas más extrañas. Os contaré una anécdota.
Después de llevar una hora en la cola para entrar en la basílica de San Pedro, Pilar que el día anterior había pasado mucho calor en la visita al Coliseo, llevaba un vestido sin mangas, por lo cual no nos dejaban entrar. Una policía nos indicó que fuéramos hacia donde estaba la tienda de Recuerdos. En la puerta una señorita nos vendió por cinco euros un pañuelo para que mi mujer tapara sus desnudeces.
En todo el centro te sorprende que en las calles existan tantas pizzerías, gelaterías y hoteles. El resto del comercio, en su mayoría, chinos, pakistaníes, iraníes, rumanos y gente de todos los países del mundo. Aquí la inmigración la ves en todas partes.
Los servicios públicos, autobuses, metro, trenes, funcionan espectacularmente bien. Vimos mucha vigilancia en todos sitios, y eso que nos avisaron de los frecuentes robos a turistas. Me agradó ver como cuando subías al autobús o al metro y me veían con bastón, me cedían el asiento.
Tenías que estar ojo avizor con las cuentas de comidas y de todo, pues como pudieran te la metían doblá.
Unos días inolvidables en esta ciudad súper organizada para sacarte el máximo dinero posible.
Ah¡ y en las librerías que visité sólo vi a una autora española: Nerea Riesco, con su libro “El elefante de marfil”, que allí se llama “A la sombra de la Catedral”. Tampoco los periodicos italianos nombraban absolutamente nada de España.
Por fin el domingo me pude comer un filete y nada ni de pizza ni de pasta.
Arivederchi Roma.
En Villanueva del Ariscal a 7 de Octubre del 2010