Era el mes de Julio en Sevilla. Una barbaridad de calor. El Dr. Martínez, pediatra, me había citado en su casa a las cinco de la tarde, para hablarle de los productos de Nutrición Infantil del Laboratorio Farmacéutico al que yo representaba.
Estábamos a 41º en la sombra, y yo con traje y corbata, uniforme que por los años 70 del siglo pasado, era obligatorio en nuestro gremio de Visitadores Médicos.
Tenía la consulta este doctor por el barrio de San Lorenzo, una casa de dos plantas, azotea y trastero, con su patio central interior y su fuente rodeada de plantas, como entonces eran las casas sevillanas.
Llegué un poco antes y la enfermera me hizo pasar a una habitación del patio, separada del bullicio infantil de la sala de espera.
Ya sabía que me quedaba un rato allí, pues D. Juan no me recibiría hasta que acabara con el último paciente. Me quité la chaqueta, me aflojé un poco la corbata y me senté en un mullido sillón. El frescor del lugar, la música del agua de la fuente al caer, unido a mi falta de sueño propiciaron que me fuera quedando dormido.
Me desperté sobresaltado sin saber donde estaba. Poco a poco, me fui poniendo en situación y acordándome de todo.
No se escuchaba ni la fuente ni nada. Me acerqué a la puerta y mire por el patio llamando a la enfermera, primero con un susurro, después casi a gritos. Luego me acerqué a la puerta entreabierta de la consulta. Allí no había nadie.
Fui inspeccionando todas las habitaciones de la casa sin encontrar ni a la enfermera, ni al médico. Los muebles cubiertos con sábanas me recordó que este hombre tenía una finca por el Aljarafe sevillano, donde pasaba los casi cuatro meses de verano.
Fui hacia la cancela de la entrada que estaba cerrada con llave, al igual que la puerta exterior, pues desde mi posición veía el cerrojo echado.
¿Qué hacer? Me dirigí hacia el despacho del médico para buscar el teléfono. Por entonces no teníamos teléfonos móviles ¿A quién llamar? En mi casa aún no nos lo habían puesto.
Busqué por si encontraba el número de teléfono de la finca del Aljarafe; nada. En las recetas solo venía el número de aquí, y en las guías de teléfono no venía tampoco, ni por apellido ni por dirección.
Llamé a mi jefe, pero no lo cogían. En casa de un compañero su hijo me dijo que sus padres estaban en una misa de difuntos.
Se me ocurrió subir a la azotea y pasarme a la casa de al lado para salir por allí. Iba sudoroso, despeinado y con la camisa por fuera. La boca y la garganta seca como estopa.
Al pasar a la azotea contigua y dirigirme a la puerta de bajada, constaté que también esta puerta estaba cerrada.
Me senté en un poyete para tranquilizarme y pensar en algo.
En ese momento empecé a oír una sirena que me pareció la de una ambulancia, pero al asomarme a la calle vi que eran dos coches de policía.
Me vieron y a gritos me dijeron que no me moviera de donde estaba. Al momento salieron por la puerta de la azotea contigua cuatro o cinco policías, uno de ellos con el arma reglamentaria en la mano, instándome a que no me moviera.
Me pusieron contra la pared sin dejarme explicarles nada, me cachearon a conciencia y me pusieron unas esposas como si fuera un criminal. Al bajar las escaleras, un señor mayor y dos mujeres de edad avanzada, empezaron a gritarme improperios de lo más variado y una me arrancó una manga de la camisa.
Ya en la calle, le pedí a un inspector que por favor me escuchara dos minutos. Se me quedó mirando y me dijo: “Te escucho dos minutos”.
Le expliqué todo lo que me había pasado y que por favor avisaran al médico y a la enfermera para que les informaran. Que vieran mi chaqueta con la documentación, la corbata y mi cartera de trabajo que estaba en la sala de espera y que todo se aclararía.
Me llevaron a una comisaría de policía y me encerraron en un cuartucho que olía a todo menos a limpio. Serían ya las diez de la noche cuando un agente vino a quitarme las esposas y a llevarme a un despacho donde no había nadie. Al rato entró el inspector que ya conocía. Me dijo que me habían visto saltando por la azotea desde los pisos de enfrente, y que le repitiera mi versión, pero dándole nombres de las personas que me conocieran y pudieran responder por mí.
Le repetí más detallado todo y le dí el nombre y los apellidos del médico, de mi jefe, de mi novia, de mis compañeros y la dirección de mi casa.
Me dejaron nuevamente en el calabozo, después de que se apiadaran de mí y me dieran una botella grande de agua, que me bebí entera.
A la hora y media aproximadamente me volvieron a llevar al mismo despacho y me dejaron solo. Al rato entró el inspector a decirme que quedaba libre, pues varias personas me habían reconocido y habíase aclarado todo.
Al salir, en la sala de entrada, estaba mi novia, el médico, la enfermera, mi jefe y mis compañeros que me daban palmadas y bromeaban con lo que me había pasado. Les dí las gracias a todos. El médico y la enfermera me pedían disculpas y perdones.
Yo cogí a mi novia, nos montamos en su coche, y ya cuando salimos fue cuando me hundí pensando en todo lo que me había pasado. Rompí a llorar desconsoladamente a borbotones.
Paramos a tomar algo, ya más tranquilo, pues no quería llegar a mi casa en ese estado. Me lavé un poco y me peiné para estar más presentable.
Menos mal que mis padres, ya mayores, no se habían enterado de nada.
No guardo rencor a la policía, pues me trataron sin amabilidad pero correctamente. Sin embargo lo que más me afectó y aún después de muchos años recuerdo, son las miradas de odio y la agresividad de las dos ancianas cuando bajábamos las escaleras.
Desde aquel día, el médico y yo nos hicimos muy amigos, incluso fue el padrino de bautizo de mi primer hijo. Pero lo que nunca más volví a hacer, fue sentarme en ninguna sala de espera por muy despierto que estuviese.