Era una parte más del
paisaje para cualquiera que entrara al pueblo por la Ermita. Siempre en el mismo
banco, con su “Farias” en la comisura de los labios, y esa mirada perdida quien
sabe dónde, pues era de pocas palabras y de contados amigos que le respetaban
su soledad elegida.
Todos lo conocían por el
Tío.
Con muchísimos años, soltero
aunque bastante corrido en juergas y amoríos, y hasta hacía poco tiempo único
habitante de un caserón que había heredado de sus padres, estando asistido por
una vecina y antigua novia que lo cuidaba en lo esencial, aunque las cosas y
sobre todo la vida, le habían cambiado hacía algún tiempo.
Su única familia su sobrina
Maite, veterinaria que vivía en la ciudad, pero que al quedarse su marido sin
trabajo habían decidido volver al terruño.
Un poco antes, el Tío le mandó razón de que quería hablar con ella.
El planteamiento era claro;
podían irse a vivir al caserón con sus cuatro hijos, ya que había sitio de
sobra.
Pero no se conformó con esto
el anciano tío, sino que puso la casa a
nombre de la sobrina, y además le montó con las cuatro perras que tenía, un negocio
de ferretería al marido de esta, con lo que les solucionó la vida, pues ella
también pudo abrir una consulta en la misma casa del Tío
Todo marchaba relativamente bien,
hasta que el pobre hombre debido a su avanzada edad, manchaba todo cuando
comía, se le escapaban los gases por arriba y por debajo, y el humo de sus
cigarros molestaba a todos, por lo que decidieron que comiera a otras horas que
los demás.
El detonante fue, que uno de
los niños, Martín, como gracia le había metido la cabeza en el plato de sopa,
para regocijo del resto de la prole y vergüenza del pobre hombre.
Esto fue el principio, pero
luego con el pretexto de que así el
estaba más tranquilo, le habilitaron una habitación en el corral que había
servido de todo, donde le pusieron una cama y poco más para cubrir sus
necesidades básicas de limpieza; Incluso allí le llevaban la comida para que no
importunara la buena marcha del resto de la familia.
El se aguantaba con todo,
aunque veía como poco a poco iba perdiendo calidad de vida, ya que parecía que vivía
de la caridad familiar.
Un día al volver de uno de
sus paseos escuchó, sin que nadie se diera cuenta, hablar al matrimonio de
llevarlo a una Residencia de Ancianos que la parroquia había habilitado para
personas terminales y sin recursos, ya que el cura era pariente lejano del
marido de la sobrina y no habría problemas en conseguirle plaza.
Llorando quedamente entró en
su covacha y se metió en la cama, que fue donde lo encontraron muerto al día
siguiente.
El médico diagnosticó fallo
cardiaco, pero observó extrañado como las lágrimas de sus ojos no paraban de
manar a pesar del “rigor mortis”.
Durante todo el velatorio en
la casa, la sobrina no paraba de levantarse para secar las lágrimas al cadáver ante
la extrañeza de propios y extraños.
La verdad la dijo bien alto
y claro uno de sus pocos amigos:
“Tío ha muerto de desamor y
de pena”.