Era
un pueblo tranquilo donde nunca ocurría nada, hasta aquel fatídico
17 de Marzo.
Sobre
las 12,35 del mediodía, la empleada de la ventanilla de cobros y
pagos de la Caja de Ahorros, dio la voz de alarma llamando a
urgencias sanitarias, pues su director D. Vicente, se había caído
de su silla del despacho, y aunque la muchacha intentó reanimarlo y
levantarlo, no pudo porque parecía muerto.
El
médico que llegó confirmó la opinión de la cajera, y al no ver la
posible causa del fallecimiento, llamó a la Guardia Civil que a su
vez dio parte al juzgado y este a su vez al médico forense, quien
dictaminó sobre el terreno que parecía que este hombre había
muerto envenenado.
Ni
que decir tiene el revuelo que se organizó en el pueblo, pues sus
sencillas gentes se lanzaron a la calle para saciar sus ansias de
noticias de aquel extraño y sorpresivo suceso.
A
los pocos días se filtró a la población lo que ya había
dictaminado el forense después de la autopsia, y es que aquel hombre
había muerto envenenado con arsénico ingerido por vía oral.
Los
investigadores venidos de la capital, empezaron por analizar los
alimentos que había en casa del finado sin encontrar la menor traza
de veneno, pues este como siempre, sólo había ingerido el café con
madalenas en el desayuno que siempre hacía en su casa, y es que
desde ese momento, nunca tomaba absolutamente nada hasta la hora del
almuerzo a eso de las 15,45.
También
la policía se entrevistó con la señora que le aseaba la casa y le
hacía la comida, así como con todos los clientes de la Caja,
empezando por los que pudieran tener alguna mal animadversión contra
el susodicho, sin resultados y lo peor del caso era que ni tenían
pistas de cómo y dónde había ingerido aquella sustancia letal.
Pero
hablemos un poco de la personalidad y vida de la victima asesinada.
D.
Vicente era un solterón malhumorado y cruel, que a sus 63 años era
de los hombres más odiados del pueblo, pues no tenía piedad a la
hora desahuciar a cualquiera que fallara en tres pagos consecutivos
de los plazos de una hipoteca o de pignorar bienes y empresas a quien
fallara en los pagos de un crédito.
No
se relacionaba con nadie ni tenía amigos, sólo hablaba con el viejo
párroco, pues eso sí, se consideraba creyente y cumplidor a
rajatabla de todos los mandatos de la Santa Madre Iglesia, aunque lo
de la caridad no era virtud en aquel terrible feligrés.
Pensando
en un posible móvil económico, vieron que su crecida herencia iba
integra a las arcas eclesiales, ya que no tenía ningún familiar
cercano, y los lejanos vivían cerca de los Picos de Europa.
Decir,
que a pesar de todas las investigaciones llevadas a cabo, ni se sabía
de dónde había salido el arsénico, ni como lo había ingerido el
hombre, ni quien lo había suministrado. Incluso se pensó en un
suicidio, lo que se desechó totalmente debido a la lógica simple de
los hechos.
Aquello
se fue olvidando con el tiempo, pues nadie de entre los múltiples
detectives que intervinieron en el caso consiguieron la más mínima
de las pista, con lo que la prensa tan cruel con aquellos
profesionales, los llamó “pandilla de inútiles funcionarios”.
Habían
pasado once años de aquel suceso, cuando se murió la madre de mi
amigo Andrés, y estando en el tanatorio dándole el pésame a él y
a su familia, me dijo que si podía ir la semana siguiente a su
oficina, pues quería hablar conmigo para pedirme concejo.
Hacia
allí me dirigí una lluviosa tarde del mes de enero después de
anunciar mi visita por teléfono, encontrando a mi amigo esperándome
en su despacho delante de una botella de Cardús y dos vasos.
Empezó
hablándome de las penalidades que había pasado su madre para que él
y sus hermanas estudiaran en la universidad, limpiando casas,
cuidando enfermos y aprovechando cualquier duro trabajo que le
saliera a aquella sufrida viuda, sin escucharle nunca la más mínima
queja.
Después
de un rato de conversación, sacó un papel muy doblado de su cartera
y me lo dio pidiéndome que lo leyera.
La
lectura de aquello, me dejó helado, blanco y con los bellos de
punta.
Decía
así:
Queridos
hijos:
No
lloréis por mí, pues me muero tranquila después de haber confesado
y que el sacerdote en nombre de Dios me perdonara mis múltiples
pecados.
Erais
muy pequeños los cuatro cuando murió vuestro padre, y nos dejó sin
dinero y llenos de deudas debido a su fatal forma de llevar sus
negocios, con lo cual os tuve que sacar adelante con mis manos, pues
era lo único que tenía cuando aquel dañino D. Vicente director de
la Caja nos despojó de la casa y me hizo pagarle hasta el último
céntimo que le dejó a deber tu padre. Incluso abusó de mí
sexualmente intimidándome con la cárcel, pues aquel débito no era
con la Caja, sino con él que era un autentico usurero a espaldas de
su cargo.
Ni
recordar quiero el infierno al que me vi sometida aquellos largos
años para que nada supierais, y a la vez cubrir lo mejor que sabía
vuestras crecientes necesidades. Y juré por Dios que me vengaría de
aquel infame, preparándolo todo para matarlo y mandarlo al otro
mundo. Sí, yo lo asesiné.
Aprovechando
que limpiaba en un laboratorio bioquímico, sustraje una pequeña
cantidad de arsénico guardándolo para la ocasión, que se presentó
cuando sustituí por unos días a la limpiadora de la Caja.
En
la mesa de aquel infame había un mueblecito con cuartillas, sobres y
bolígrafos para su uso particular, con lo que se me ocurrió poner
una pequeña cantidad de veneno en la parte de los sobres por donde
se pasa la lengua para cerrarlo y a los pocos días de aquello
ocurrió el desenlace.
Luego
cuando fue tarde y ya no había solución las dudas me carcomían, y
aunque durante mucho tiempo no sentí arrepentimiento aunque si
culpa, sólo cuando supe que me moría escribí estas líneas para
que tú hicieras con ellas lo que quisieras, aunque yo preferiría
que las quemaras.
Gracias,
hijos por la felicidad que sólo encontré en vosotros.
Un
beso muy fuerte desde dónde esté. Os quiero.
Vuestra
madre.
Nos
quedamos los dos muy serios mirándonos y bebiendo largos tragos de
whisky, y sin mediar palabras saqué mi mechero y le metí fuego al
escrito, quedándonos ambos extasiados hasta que todo se hizo
cenizas.
Sin
hablar, abracé a mi amigo y me marché de su despacho.
Que
Dios nos perdone a todos.