Llevaba dos días despidiendo
con los compañeros el haber aprobado limpio el 1º de medicina, y me recuperaba
del cansancio de la juerga y el trasiego dormitando a ratos en casa, y al
despertarme de una profunda cabezada, vi que tenía dos llamadas perdidas en el
móvil, de mi amigo Fernando.
Lo llamé, para enterarme de
que su padre había fallecido en accidente de coche. Le di el pésame y le dije
que iría en un rato a acompañarlo, pero me comunicó que tranquilo, pues su
padre estaba en el Departamento Anatómico haciéndole la autopsia, quedando que
nos veríamos en el tanatorio de la S-30 por la tarde.
Estaba muy mal, pero no
tenía más remedio que estar al lado de mi amigo en estas trágicas horas, por lo
que después de picar algo, me puse mi traje de las grandes ocasiones, y tomando prestada una corbata sin
estrenar del cajón de mi padre, salí a la calle para coger un servicio público
que me dejaría cerca del tanatorio.
Al llegar, después de media
hora de espera el autobús, le pagué el billete al conductor, y estaba guardando
la cartera, cuando en el súbito arranque me vi echado de golpe encima de una
señora mayor, que pasado el primer momento de sorpresa, empezó a pegarme
paraguazos diciendo que había querido aprovecharme de ella.
Me disculpé repetidamente
con la vieja, pero ella seguía empeñada en que yo era un violador y que merecía
la cárcel, por lo que después de un rato en que aguanté estoicamente la mirada
de todos los viajeros y los improperios de la dama, decidí bajarme dos paradas
antes, por lo que ya más tranquilo empecé a andar hacia mi destino.
Ya cercano el edificio
decidí tomarme un café antes de entrar, y como quería echarme un pitillo, me
quedé en la barra exterior junto a un pequeño perro amarrado a una mesa, y que
no paraba de olisquearme, pero cuando ya no le prestaba atención, el puto
animal decidió levantar su asquerosa patita y mearse en los bajos de mi
pantalón. El dueño vino a pedir perdón, pero el mal ya estaba hecho y como para
ayudar en sus excusas, me dijo que llevaba colgando la etiqueta de compra de la
corbata. Di las gracias educadamente, y al quitar el cartoncito vi que era de
un “chino”, y que le habían costado a mi progenitor “dos 5 euros”. Y eso que decía
que las corbatas suyas eran de una exclusiva tienda italiana. ¡Qué jodío
embustero!
Me fui al servicio de
señoras porque era el único que tenía lavabo, y cerré. Me quité el pantalón y
empecé a restregarlo con agua, y estando en esa pose, entró una mujer que pegó
un fuerte tirón de la puerta, pegando un grito que apagó todas las
conversaciones del bar. Me puse el pantalón rápidamente y salí a dar las
pertinentes explicaciones a la señora, al dueño del bar, y a todos los
parroquianos que quisieron oír mis excusas. ¡Joder con el día que llevaba!
Ya en el mortuorio, fui a
recepción a preguntar por el difunto, y el empleado un poco chuleta, después de
mirarme y de decirme que si venía a una boda, me indicó donde podía estar la
familia.
Allí me dirigí para
constatar que aún no habían llegado, por lo que salí a una especie de
jardincillo que había como zona de fumadores. Había toda una multitud de
personas, con niños incluidos, de etnia gitana, y al preguntar por educación a
uno de ellos, me dijo que:
“Ha muerto nuestro patriarca, el señó José del
clan de los Naranjo”, pasándome a continuación un vaso con un líquido que al
tomármelo por educación descubrí con las lágrimas saltadas que era puro aguardiente
de Cazalla.
Lo que le faltaba a mi
estómago que empezó a dolerme queriendo expulsar gases, por lo que
disimuladamente me fui a un rincón que parecía desierto, donde sin ruido pero
con un nauseabundo olor, escaparon mis indeseados ocupantes. Pero el desahogo
no había sido anónimo, porque al momento escuché una voz a mis espaldas que me
decía:
“Será guarro el payo este lo
que ha largao”.
Era una señora muy viejecita
en una zona oscura de aquel rincón detrás de un macetero, que por lo visto
estaba dormitando en una silla de ruedas.
Salí de allí entre torvas
miradas, para ir en busca de unos servicios para aligerar el peso de mis
intestinos, encontrando un sitio muy limpio donde descargué de todo, pero
cuando fui a limpiarme, no había papel higiénico. ¿Y ahora qué?
Busqué en los bolsillos en
busca de papel, encontrando un duplicado de una antigua matrícula, pero al
darme para poco, me metí mi pañuelo de bolsillo en lo profundo de mis nalgas, y
de esa guisa me dirigí al velatorio un pelín “apretado”.
Ya estaba allí la familia al
completo, recibiéndome como casi un hijo que era para aquella cantidad de
mujeres, cuya media de edad rondaba los 80 años, dejando mi cara húmeda de
babas y señales de carmín.
Estuve charlando durante
bastante tiempo con mi amigo y su hermana, pues su madre, la recién estrenada
viuda, no paraba de llorar y no quería hablar con nadie, y eso que el cadáver aún
no había llegado al velatorio.
Pregunté si me necesitaban
para algo, pues tenía ganas de tomar un
café y pasar por el baño, adonde me dirigí con mi amigo, que siguió en
dirección al bar mientras yo hacía mis necesidades, que no eran otras que
encajarme bien de nuevo el pañuelo en mi culito, y limpiarme la cara que ya me
estiraba la piel con tantas salivas
secas de aquellas ancianas lloronas.
Ya con mi amigo en el bar
tomamos dos copas en vez de café, a ver si así animaba a mi acompañante, aunque
de lo que hablamos fue de la tragedia, y de lo que tardaba el cuerpo en llegar,
pues empezaba a hacerse de noche.
Todos se fueron marchando
incluidas las mujeres, pues nos dijeron que el cuerpo estaba en espera del
permiso del juez de guardia y podía dilatarse, siendo la hora del sepelio por
la mañana a las 9,45. Yo le dije a Fernando que me quedaría con él, pero
después de tomar otros cuantos güisquis, él se quedó dormido en un sillón, pero
para mí eso era imposible, por lo que decidí buscar un lugar mejor para echarme
un ratito.
Fui dando vueltas y abriendo
puertas, hasta que di con una habitación que tenía un gran diván hasta con
almohadas, donde según me imagino me quedé dormido al momento.
Estando en ese bendito
sueño, por lo visto según me contaron luego, entraron empleados de la funeraria
y creyéndose que yo era el fallecido, me arroparon con una colcha hasta la
barbilla, y empezaron a ponerme flores encima y coronas en tan gran número que
me cubrieron por completo; y yo tan pancho.
Me desperté al escuchar que
se abría una gran persiana, que en vez de ser una ventana a la calle como yo creía,
era el escaparate para que los familiares pudieran despedirse del muerto en cuerpo
presente.
La que se armó cuando yo
surgí blanco como la pared y como un tallo en primavera por entre tantas flores
y cúmulos de coronas. Salió gente corriendo, gritando y pisando a alguna vieja
que se había caído desmayada. Pero más corría yo buscando una salida a la calle
entre puertas y escaleras.
Por fin logré salir de allí,
respirar aire fresco y acercarme al bar cercano a beber mucha agua, pues tenía
la boca como una lija del doce, me acicalé lo mejor que pude en el baño, y me
fumé tres cigarros seguidos con un café doble.
Estuve vigilando hasta que
salió el féretro del padre de mi amigo, caminando abrazado a él durante un
rato, para después mezclarme con la multitud pero haciéndome ver, incluso pude
escuchar y ver cómo me señalaban entre risas
diciendo:
“Ese era el muerto”.
Hasta que ya consideré que era
suficiente, que había cumplido y quería terminar ya ese día con su noche,
llegar a mi casa, ducharme, comer y descansar en mi cama durante 24 horas
después de todo lo acontecido.
Tomé un taxi hasta casa, y
al bajarme sin dar propina, me dijo el chofer en venganza:
“Perdone la indiscreción, pero huele usted a
muerto”, y pegando un portazo me fui del tirón.
Llegué a casa cuando estaban
desayunando mi madre y mis hermanas, donde me asaetearon a preguntas viéndome
la cara y el desaliño que portaba, “que qué me había pasado”.
Empecé a contarlo entre las
carcajadas de todas, pero lo grande vino cuando al quitarme la americana, mi
hermana Julia me dijo a carcajadas:”¿Qué llevas en la espalda?”
Llevaba una cinta pegada en la chaqueta que me quitó mi madre, y
que decía:
“Tus amigas nunca te
olvidarán”.
Así se reían tanto los del
entierro, pensé.
Ellas ya lloraban de risa, pero ya el colmo de los
colmos fue cuando mi hermana Lola, entre jipíos y casi sin poder hablar, me señaló diciendo:
“¿Pero dónde has estado que
llevas los pantalones al revés?”.
Allí las dejé avergonzado
dirigiéndome a mi dormitorio, y una vez desnudo me metí en la ducha en donde
estuve más de una hora reponiéndome de los sucesos de aquel tremendo día que
nunca olvidaré.
Aún cuando ya estaba casi
dormido, oía las risas de las mujeres desde mí cama.
Un día para no recordar,
aunque lo pasado en el tanatorio de la S-30, se comentó hasta en la prensa
local.
Y eso que la realidad nunca
la sabrán completa