Soy el único varón de una
familia con tres hermanas mayores, por lo que al nacer me pusieron de nombre
Baraka, que significa “bendición” en mi idioma, y fuimos los últimos en salir
de un pueblo cercano a Alepo, (Siria), arrasado por las bombas y los combates
puerta a puerta, que mi padre, maestro de la escuela rural, no quiso abandonar
hasta que se marcharon todos los niños que quedaban.
Subimos a una vieja
camioneta con lo poco y más valioso que teníamos, la vida, mis padres, los
abuelos maternos, y toda la prole, con un largo camino por delante hasta nuestro
paraíso soñado, Europa, donde no había guerras y la gente trabajaba y vivía con
dignidad y con normalidad.
Queríamos llegar a Turquía,
para desde ahí pasar a Grecia o a Serbia, ya veríamos por donde sería más fácil
saltar los controles y las vallas que habían puesto para defenderse de
nosotros, oleada de inmigrantes que huían del terror de la guerra,
¿Os imagináis cualquiera de
vuestras familias expulsados de vuestra amada tierra para salvar la vida de los
tuyos?
Con la vida teníamos
bastante, aunque dejáramos atrás vivienda, trabajo, y muertos, muchos muertos
de mi familia, de amigos y conocidos, y con los ahorros de toda la vida
escondidos entre nuestras ropas para pagar cualquier coste, cualquier peaje que
surgiera en el camino.
La camioneta la abandonamos
a pocos kilómetros de la primera frontera de nuestro periplo, y empleamos mucho
dinero para que en un viejo furgón, nos pasaran unos mafiosos hasta la frontera
con Serbia donde nos dejaron tirados bajo un terrible aguacero que nos empapó
en poco tiempo.
Yo iba subido a los hombros
de mi padre, en los de mi abuelo, en brazos de mi madre y hermanas, o andando
torpemente entre un fangal que agarraba
los pies al suelo de la parca envergadura de un niño de cuatro años.
Cuando llegamos a esta nueva
frontera no nos dejaban pasar, pues había muchos soldados y policías, y una enorme
alambrada para contener a la cantidad de
gentes agolpadas, en una zona baldía sin nada donde protegerse de la lluvia,
nada que comer, y bebiendo de los charcos que se formaban.
Al segundo día al relente,
unos voluntarios de la Cruz Roja, nos repartieron algo de pan y leche caliente
a los niños, pero que compartimos toda la familia.
Al fin los que mandaban,
subieron a varios autobuses a las familias con menores, pero una vez el camión
en marcha, nos pidieron dinero si queríamos que nos llevaran hasta Austria,
soñado paso hacia el paraíso europeo camino de Alemania, nuestra meta.
Estuvimos recluidos en un
campo de refugiados de este último país varias semanas, y aunque tuvimos la
suerte de coger una tienda de campaña y pudimos calentar los alimentos que nos
daban, aquello se nos hizo interminable y desgraciadamente fatal, pues primero
mi hermana Aisa y luego mi abuelo, enfermaron, y mi pobre abuelo tan amado,
murió en poco tiempo de neumonía sin poder pisar la tierra prometida.
Y por fin, un ya inesperado
día, pudimos entrar en Alemania después de un largo viaje en un tren renqueante
y atestado de pobres gentes que sonreían ante la inminencia del último salto en
nuestra huida hacia delante, para asentarnos en otro campo de refugiados, que
aunque bastante mejor organizado, con alimentos, médicos y medicinas, nos
fueron apuntando en listas y contando como ganado, para decidir a dónde nos
mandaban.
Con esta mi historia y la de
mi familia escrita por mi hermana Acta, sólo pretendo que abráis vuestras
mentes y sobre todo vuestros corazones, en esta vuestra tierra que en otro
tiempo también fue tierra de inmigrantes huyendo de otras guerras, de otras
muertes, y que seguramente, pasaron las
mismas calamidades que nosotros para buscar alguna otra parte donde poder
asentar las atormentadas almas de los que huyen del infierno.