jueves, 30 de marzo de 2017

Llegar a viejo

Dice un refrán que “sólo los niños y los borrachos dicen la verdad”, y yo incorporaría sin miedo a equivocarme, a los viejos.
                                                                 


Cuando tenemos edad de trabajar, de relacionarnos, de hacer amigos, sólo el disimulo y las buenas maneras nos pueden llevar al éxito, o eso creemos, en nuestro proceloso camino hacia la aceptación social, aunque más tarde, cuando llegamos a cierta edad, constatamos que esto no siempre es así.
                                                                 


Cumplida la edad de jubilación, ya no tienes que disimular si fulanito no te cae bien, o callarte cuando el borde o la borde de siempre suelta alguna incongruencia a la que todos responden con una media sonrisa o un silencio, “el que calla otorga”; hoy vamos de refranes.
                                                                    


¡Que liberación!, levantarte a la hora que quieras, comer cuando y lo que quieras (si no hay de por medio alguna enfermedad), reunirte con la gente que te agrada a charlar, tomarte alguna copita y reír sin inhibiciones, libre al fin de corsés, no por la empatía de escuchar o decir lo que conviene a las buenas maneras.
                                                                


Escuchar como si fuese el discurso de fin de año del rey a tus nietos, ayudarles en sus deberes, contarles cosas en forma de cuentos o historietas que lo mismo son importantes, hacerlos reír y jugar mucho con ellos; que se acuerden, cuando ya no estemos, que algún día tuvieron abuelos.
Otra ventaja que tenemos los viejos, es que podemos ayudar económicamente cuando se nos requiere, ya que no tenemos hipotecas, ni añoramos coches caros, venimos de vuelta de comer en restaurantes de lujo (nos encantan los “menú del día”), ni  vacaciones en Punta Cana.
                                                                        


Pero necesitamos, ciertamente, contrapartidas.
Cuando estamos enfermos, sin medios, tristes por las “bajas” que ocurren una tras otra a nuestro alrededor; Cariño, necesitamos mucho cariño y la mayor de las veces paciencia, ya que ambas cosas vienen de la mano.
Quiero terminar recordando la letra de una canción de Serrat:

Si se llevasen el miedo, y nos dejasen lo bailado para enfrentar el presente... Si se llegase entrenado y con ánimo suficiente... Y después de darlo todo -en justa correspondencia- todo estuviese pagado y el carné de jubilado abriese todas las puertas... Quizá llegar a viejo Sería mas llevadero, Más confortable, Más duradero. Si el ayer no se olvidase tan aprisa... Si tuviesen más cuidado en donde pisan... Si se viviese entre amigos que al menos de vez en cuando pasasen una pelota... Si el cansancio y la derrota no supiesen tan amargo... Si fuesen poniendo luces en el camino, a medida que el corazón se acobarda... y los ángeles de la guarda diesen señales de vida... Quizá llegar a viejo Sería mas razonable, más apacible, más transitable. ¡Ay, si la veteranía fuese un grado...! Si no se llegase huérfano a ese trago... Si tuviese más ventajas y menos inconvenientes... Si el alma se apasionase, el cuerpo se alborotase, y las piernas respondiesen...

Y del pedazo de cielo reservado para cuando toca entregar el equipo, repartiesen anticipos a los más necesitados... Quizá llegar a viejo sería todo un progreso, un buen remate, un final con beso. En lugar de arrinconarlos en la historia, convertidos en fantasmas con memoria... Si no estuviese tan oscuro a la vuelta de la esquina... O simplemente si todos entendiésemos que todos llevamos un viejo encima.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Horror al amanecer

Me desperté con la extraña sensación de haber sufrido un ataque cardiaco, ya que me dolía muchísimo el brazo izquierdo y una gran opresión constreñía mi pecho.
Vania dormía a mi lado, y ni quería despertarla y mucho menos asustarla, por lo que decidí intentar levantarme y salir de dudas de qué me pasaba.
                                                               


Me senté en la cama y me incorporé para mirarme en el espejo del ropero, por ver qué imagen me devolvía, pero cuál no sería mi asombro al constatar que mi figura no aparecía por ningún lado, y sin embargo reflejaba algo extraño de la cama que me horrorizó.
                                                                 


Encima del colchón veía mi cuerpo desmadejado, con el brazo caído fuera de la cama, la nariz afilada y un rictus de dolor en el rostro, en donde llamaban poderosamente la atención el pelo sobre los ojos y los labios de un azul casi gris cobalto. Aquello era mi cadáver, y sin embargo yo lo veía desde fuera, como otra persona. ¿Qué me estaba pasando? ¿Era todo una pesadilla?
                                                                  


Me acerqué, recompuse el pelo (mi pelo), y el gesto de dolor intenté convertirlo en una media sonrisa, todo para que no se asustara mi compañera si se despertaba, porque, cuando aunque aún era de noche, el despertador sonaría como siempre a las 6.30; pero a pesar de todo no, aquello no podía ser verdad.
Salí de la habitación, y en la cocina bebí un vaso de agua  antes de ir a la mesa del escritorio donde miré el móvil quieto entre los papeles, y en lo primero que pensé era que Vania no debía  ver los comprometedores mensajes de ida y vuelta que contenía, por lo que tiré el teléfono hacia un patio interior; se rompería después de la caída libre  de cuatro pisos.
                                                                      


Abrí la puerta de la calle y salí al exterior después de bajar las escaleras. Si, era de noche, pero me permití un paseo hasta el cercano parque donde los frondosos tilos se mecían con la suave brisa de aquella mañana donde ya empezaba a clarear el horizonte.
¿Qué hacer?
Volví a casa y  decidí  meterme en aquello que parecía un cadáver, pero que era mi envoltura, que era o había sido mi cuerpo.
                                                                   

Ya totalmente acoplado y cubierto con el edredón me quedé muy quieto y poco a poco fui perdiendo la conciencia, hasta que el estridente timbre del despertador y los brazos de Vania me hicieron levantarme casi de un salto.
Sí, no había muerto, estaba horrorizado con el sueño pero vivo, y al momento empecé a llorar desconsoladamente entre los brazos de mi esposa, sin querer contarle el sueño aunque me acordaba perfectamente de todo.
                                                                       


Ya después de duchado y arreglado, mientras desayunábamos, le pregunté a Vania por mi teléfono; no lo encontraba aunque lo busqué por cada rincón del piso.
Ella tampoco lo había visto, y de pronto me acordé del sueño.
A punto de salir a la calle, me asomé al jardincillo interior, y cuál no sería mi sorpresa, al ver mí móvil roto y desmadejado al lado de la manguera del agua.

Perplejo y pensativo estuve durante bastante tiempo sentado en el coche pensando en todo aquello que me había sucedido. ¿Cuál era la realidad, cual el sueño?

martes, 14 de marzo de 2017

La llamada

Nunca, nunca se lo perdonaría. Sabía que nunca podría dejar de quererlo, pero por su hijo, jamás le perdonaría lo que había hecho con ellos.
Desde que él los abandonó, ni recibía  noticias ni le enviaba un céntimo para comer ni para nada. Ella tuvo que colocarse en una cafetería de camarera para  comer y pagar las facturas, dejando a su hijo en una guardería.
                                                                


Miraba el teléfono en una mesita lateral que ya nunca sonaba. Estaba sola, nadie contaba ya con ellos. Hasta los amigos y la familia fueron distanciando las llamadas. Lo daría de baja; un gasto menos.
Aunque todo ocurrió aquel día, toda esta historia, esta triste y trágica historia, venía de lejos. Muy atrás quedaban los días felices de noviazgo, de la boda y del principio de la convivencia.
                                                                      


A raíz de quedarse embarazada y quizás debido a sus múltiples molestias (pues hasta después del parto ella no fue la que era), Alfonso se fue despegando, de forma que cada vez llegaba a casa del trabajo más tarde; que si se tuvo que quedar, que si una avería del coche, un cliente intempestivo, o unas copas con los amigos, las más de las veces.
Pero llegó un día en que discutían a gritos por todo y todos los día; aquello empezaba a ser insostenible. Hasta que una noche de madrugada, lo esperaba con el niño enfermo para que fueran a “Urgencias”, y él se presentó tan borracho, que sin decir palabra ella pidió un taxi por teléfono y marchó al hospital con el crío, aunque menos mal que no lo dejaron hospitalizado, pues le bajó la fiebre y siguió con el tratamiento en casa.
                                                                      


Al día siguiente era fiesta, y Alfonso se despertó muy tarde sin acordarse de nada (o eso decía), pero ella desahogó sus nervios y la angustia que había pasado recriminándole la historia de sus desatenciones, con lo que la discusión llegó a un término de gritos e insultos, que  acabaron cuando él metió en una bolsa de deportes cuatro cosas y con un portazo acabó la relación y la comunicación.
Estaba tan ensimismada que no se dio cuenta que el teléfono sonaba sin parar, y ella se quedó anonadada cuando escuchó la voz de Alfonso:
                                                                   


“María por favor, perdóname.”
-Pero tú crees que después de dos años sin preocuparte de nosotros, ¿Ahora por qué?
“Por favor, por favor,  perdóname”
-No, no te perdono, nunca te perdonaré por lo que le has hecho a tu hijo.
“Por favor…”
¿Pero de donde me llamas, donde estás? Casi no te escucho. Vamos a vernos y hablamos si quieres. ¿Alfonso, Alfonso, estás ahí?
                                                                           


La comunicación se había cortado. Estuvo junto al teléfono hasta las doce de la noche sin que sonara, y cuando ya se iba a la cama, llamaron a la puerta.
Al abrir esta, se encontró con Juan, amigo de su marido y que no veía hacía mucho tiempo; traía un gesto muy serio, y quedó un rato mirándola sin saber que decir, hasta que rompió en balbuceo:
                                                                        


Alfonso, Alfonso…
Sí, me ha llamado hace un rato pero me colgó.
¿A qué hora te ha llamado María?
Pues no sé, serían las nueve y media o las diez ¿Qué pasa?
María es imposible que hablaras con él a esa hora.
Si, si, sería sobre esa hora, seguro.

María, Alfonso ha muerto en un accidente de coche sobre las siete de la tarde.

lunes, 6 de marzo de 2017

Cotidianidad

Era una de esas mujeres todo-terreno que además de llevar  a sus  hijos y marido hacia delante,  trabajaba en un puesto directivo de una gran empresa, por lo que tenía dos trabajos y un solo sueldo, y aunque su cónyuge ayudaba en todo lo que podía, nunca me expliqué como lograba sacar tantas cosas en un solo día.
                                                                     


En una jornada cualquiera de la semana, pongamos el martes que le hice el seguimiento, se levantó a las 5,45 para salir a correr, ya que se estaba preparando para hacer una maratón, e hiciera frío o calor, y aunque fuera aún de noche, se lanzaba por esas desiertas calles a trotar.
                                                                         


De vuelta en casa a las 7, se duchaba y  arreglaba, para a continuación tomarse sus mueslis con yogur y semillas, y preparar a los niños sus desayunos antes de empezar a levantarlos para el cole.
Ya vestidos y aseados los peques y mientras desayunaban, ella se acababa de arreglar, cocía unos brócolis, que junto a una manzana y un Actimel constituían su almuerzo, ya que aunque la empresa le pagaba la comida en sus comedores, ella aprovechaba esa hora para irse a jugar un partido de pádel.
Dejaba a los niños en el colegio sobre las ocho y cuarto, y se dirigía entonces a su puesto de trabajo, cuando con todo lo que llevaba ya en el cuerpo parecía ya haber concluido una jornada laboral.
                                                                       


A sus hijos lo recogía una señora que tenía por horas trabajando en su casa, porque ella, salvo excepciones, nunca volvía de trabajar antes de las ocho y media de la tarde.
A esa hora, se iba al súper mercado antes de llegar, donde compraba la lista de cosas que hacían falta en casa, o corría a alguna tienda a comprar o descambiar alguna prenda de la familia.
                                                                             


Tenía la suerte, de que al llegar a casa ya estaban duchados los niños, por lo que se ponía a ayudarles en los deberes que trajesen, les preparaba la cena y los acostaba.
Ya entonces tenía un poco de tranquilidad, pero estaba reventada; preparaba cualquier cosa de comer para ella y su marido, y aún le daba tiempo de leer un rato en la cama antes de dormirse.
                                                                         


Y esto era su día a día, salvo cuando tenía en casa a los abuelos, que aún no demasiado viejos, le echaban todas las manos que podían.
Yo le pregunté un día si no tenía estrés, y me dijo que no tenía tiempo de pensar en eso.
                                                                      


Desde aquí quiero homenajear a toda esta pléyade de mujeres anónimas que luchan y trabajan en silencio, sin quejarse, y con una sonrisa y una palabra amable siempre en sus labios.
¡Enhorabuena!, sois lo siguiente de las mejores, aunque nunca os den ni medallas ni homenajes por todo lo que hacéis.


En Madrid, a seis de marzo del 2017