Lo que vivimos, nuestro
tiempo, o es el ahora o no existe, ya que no es tangible ni el futuro ni el
pasado, que ya es sólo recuerdo. Nadie puede firmar que sobrevivirá al instante
del ahora.
Si tuviéramos que medir
nuestro estar en esta maltrecha tierra, no sería ni un toque de brisa en un
prolongado invierno de una inextinguible tormenta. El universo nació hace 15.000
millones de años, y el más antiguo de los homínidos data de sólo hace 35
millones de años, cuando desaparecieron los dinosaurios, y se desarrollaron y
evolucionaron los mamíferos insectívoros.
Si, así de pequeña es esta
humanidad, que lucha creyéndose inmortal e infinita.
El tiempo, para los no
creyentes es Dios, ya que es una magnitud física la cual medimos utilizando un proceso
periódico, y entendiéndose como un proceso que se repite de una manera idéntica
e indefinidamente, aunque a los cristianos nos dicen que Dios creó el tiempo, pues esa es
la magnitud y definición de lo infinito, Dios, primer motor e impulsor de todas
la cosas, como defendía Santo Tomás filosóficamente su existencia.
Hubo un tiempo en que los
habitantes de la tierra no esperaban nada de lo que había detrás de la muerte;
este era su distintivo, su orgullo. El tiempo va cada vez más rápido en la vida
de un humano, y corre más rápido y más fuerte cuando menos queda, como quien se
va despojando de su peso, de su combustible y vuela. Como quien come de sí
mismo, y es más y más ligero cuanta menos carne lo retiene.
Yo recuerdo las largas
tardes de lluvia cuando no podíamos salir a jugar a la calle. Aquel tiempo lo
recuerdo como eterno, (pura relatividad), días interminables donde el niño que
éramos, creía en lo eterno de los días; que no pasaban las estaciones.
Decía Cervantes, que “la
verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”,
lo cual casi viene a definir lo frágil, corta y efímera de la historia del tiempo del hombre.
Y sin embargo cual difícil es
despedirse de nuestro tiempo, aceptar que nos morimos y se nos acaba el ahora.
Nadie se resigna a morir, nadie cree que llegó el día y que no existe ya el
después ni el mañana. Entonces nos entran las dudas y creemos con firmeza que
tiene que haber algo después, que es imposible acabarnos para siempre.
Siempre solemos decir de los
suicidas que son cobardes, que no se enfrentan a la vida y que cualquier
problema tiene expiación o arreglo, pero otros entienden que el suicidio es el
mayor optimismo; suponen que la vida debería ser mejor y se matan porque esto
no sucede.
¡Olvidad los odios y los
malos tragos del pasado! Aprovechad y sed felices ahora. Sólo disponemos de este
tiempo; el ya.