Aunque os parezca mentira,
no aprendí a montar en bicicleta hasta los dieciocho años, y fue por una
apuesta con los amigos lo que me condujo a semejante aventura.
Cada año, íbamos a un pueblo
de la Sierra Norte de Sevilla a pasar los veranos. Aquí se celebraba cada año
una carrera de bicicletas alrededor del pueblo y yo brabucón, les dije a mis
amigos que no sabía pedalear, y ante las risas de todos, salió ese amor propio
que me ha perjudicado tanto, y les dije que al año siguiente yo participaría en
dicho evento. Más risas, se cruzaron apuestas múltiples y todo quedó pospuesto
para el verano siguiente.
Ni que decir tiene, que yo
me llevé el resto del año primero aprendiendo, que fue rápido, y luego
entrenando con las bicicletas de mis amigos hasta que por fin, para mi santo,
me regalaron una de segunda mano, pero que estaba nueva, con lo cual continué
con mi preparación ya diariamente.
Ya en el pueblo, continué
con mi exhaustivo entrenamiento, pero lo hacía casi de tapadillo para dar la
campanada, y vaya si la di.
Y por fin llegó tan glorioso
día. Yo iba perfectamente uniformado, con zapatos de deportes, medias hasta las
rodillas, calzonas blancas, gorra de visera y camiseta roja, haciendo juego con
mi máquina de correr.
Bueno pues se dio la salida, y aunque yo
empecé con mucho ímpetu, poco a poco me fueron alcanzando casi todos y
rezagándome, y para colmo los nervios me habían atacado el vientre, y tenía
necesidad imperiosa de descargar mis intestinos.
La carrera era dando la
vuelta al pueblo cinco veces, de forma que cuando los primeros ciclistas me
doblaron la segunda vez, decidí meterme por un caminillo que vi cerca de una
curva, pero con tan mala fortuna que caí en una acequia con agua y barro que
cruzaba aquel camino.
Cuando me vi sentado en
mitad del agua, mi esfínter se aflojó y me hice encima todo lo imaginable. La
bicicleta con la rueda delantera echa un ocho y yo en aquel estado ¿Qué hacer?
Me fijé que cerca de donde
había caído, había un espantapájaros y decidí robarle los pantalones. Ya los
tenía en mi poder, cuando escuché los gritos del dueño de la finca o del guarda,
acompañados de piedras que caían cerca hasta que una me impactó en la cabeza
haciéndome una pequeña brecha.
Salí como pude de allí
cagado, herido, sucio y con la destrozada bicicleta a hombros. Anduve un trecho
de carretera hasta que apareció un coche de la Guardia Civil que me recogió
envolviéndome en una manta, y como me vieron con sangre me llevaron al médico,
no sin antes preguntarme por mi historia y el por qué olía tan mal.
El doctor, tras curarme la
cabeza, me recomendó irme directo a casa
a lavarme, pues los olores que despedía mi cuerpo eran insoportables, pero a la
salida mis amigos me estaban esperando con un cachondeo tremendo, pues ya había
corrido mi historia por todo el pueblo, con lo que a pesar de mi estado, me
llevaron al bar a celebrarlo hasta que me pude escapar para mi casa, donde
después de asearme continué de juerga con ellos. Gente muy sana pero muy
cabrona.
Después de aquello nunca
volví a montar en bicicleta, aunque en el pueblo, a mis espaldas, me llamaban
el “cagabici”.