Se despertó muy temprano,
casi de madrugada, y sin otro motivo que escucharse a sí mismo, se sintió
triste, muy triste. Se levantó con sigilo para no despertar a su mujer que
dormía profundamente, y se dirigió a la cocina a prepararse un café.
Descorrió las cortinas del
ventanal de su despacho, y con la humeante taza asida por ambas manos,
contempló la enorme tormenta y el diluvio que caía con ira sobre sus amadas hortensias
del jardín. Maldito invierno. ¿A quién le podía gustar la tristeza de esta
lúgubre estación?
No sabía por qué, pero la
novela que estaba leyendo antes de dormirse, “La chica del tren” de Paula Hawkins, le había dejado un poso
amargo y no entendía por qué, pues como gran consumidor de lecturas que era,
cosas más impactantes habían desfilados por sus cansados ojos de empedernido
lector.
Quizás sentía esa misma
soledad de la protagonista de la novela, quizás también y a sus años, no tenía
claro qué quería, quizás todo se reducía a que pensaba demasiado en la muerte y
en la corta o larga distancia que le quedaban a sus días.
La jubilación le había
llegado pletórico de facultades, pero notaba en su entorno signos inequívocos
de que empezaba a ser otra persona o al menos así lo veían, y no por
enfermedades ni por aburrimientos, pues tenía perfectamente planificada su vida
con sus entretenimientos favoritos, pero había algo que lo dejaba descolocado.
Antes, sus hijos acudían a él
habidos de consejo ante cualquier
contrariedad de todo tipo, pero ahora, ahora, eran ellos los que daban a
entender que tú no sabías nada, que te habías quedado parado en el tiempo, que
ellos ahora eran los “maestros”, y eras tú el que debías hacer lo que ellos
opinaran que debías hacer.
Sintió algo de frío y se
dirigió a la chimenea del salón por ver si aún quedaba algo de calor de la
noche, y sí, despedía un pequeño rescoldo de llamas casi apagadas. Recordó como
lo último que hizo antes de ir a su dormitorio, fue echar un gran leño que casi
ni cabía, y ahora sólo quedaban cenizas; igual le pasaba a él, sólo era restos
de lo que fue. ¿Cuándo le quedaría para
apagarse del todo?
Encendió el ordenador con la
intención de leer las noticias que traerían el nuevo día, y sin saber muy bien
por qué, puso un CD con el “Adagio de Albinoni”,
pues le encantaba esta música que lo trasportaba a una atmósfera decadente o
que siempre identificaba con los oboes, quedándose pensativo al empaparse de
tan tristes acordes.
Definitivamente no apuntaba
bien la mañana, pues se puso a llorar sin razones ni porqués, de forma mansa pero
intensamente. Ya pasó, se animó a sí mismo, diciéndose que tenía
mucha vida, muchas ganas, y sobre todo que quería, que tenía que aprovechar
cada segundo de los buenos momentos, que tenía que beberse el presente sin
pensar en nada más, y que la señora Muerte lo encontrase feliz y sonriendo.
Se dio una ducha después de
afeitarse, se vistió, y salió a la calle a empaparse de olor a lluvia y de día,
de aquel bendito día que nuevamente celebraban sus ojos.
Vivir es esto, sólo esto. Vivir
son las pequeñas cosas y los buenos momentos, y lo que venga ya vendrá, y
mientras más tarde, mejor.
¡Vivo, luego existo!