No, no quería desconectar en
famosas ciudades viendo pinturas y piedras nunca vistas, ni alojarse en hoteles
carísimos con una pulserita de todo incluido, no. Quería descansar de verdad,
desconectar de todo y todos durante al menos una semanita, así que se decidió
por un pueblo lejísimo en las estribaciones de Sierra Morena, por lo que con
una mochila con lo imprescindible, sin móvil ni aparatos que lo conectaran a
internet, montó en su anciano coche dispuesto a llegar en unas horas a aquella
isla de naturaleza en mitad de ninguna parte.
Había dejado hacia bastante
tiempo la ciudad y las autopistas, mirando casi sin ver, aquel mar de verdes,
de olivos, encinas, castaños y entremezclándose, ovejas aquí, piaras de cerdos
comiendo los frutos de la tierra en la lejanía, pastores y niños que le decían adiós
con las manos, cuando sufrió un pinchazo en aquella carretera de tercera; tenía un problema, y es que nunca se había
puesto en el trance de cambiar una rueda, por lo que cogió el libro de mantenimiento,
y una vez medio aclarado se puso a la faena, lo que consiguió no sin gran
esfuerzo, sudores e imprecaciones en menos de una hora.
Iba pringado, sucio de
tiznones, y bastante cansado cuando llegó casi cinco horas después de haber
salido a su destino, que no era un moderno bungaló como le habían prometido,
sino lo que parecía una choza de labor bastante abandonada.
Quería lavarse, pero no
había ducha ni baño, sólo un agujero “para todo” detrás de la cabaña, por lo
que tuvo que sacar varios cubos de agua de un pozo de aguas cristalinas para
lavarse por partes, restregándose con un
ajado trozo de jabón seco, y para secarse,
una descolorida toalla que seguro había conocido tiempos mejores.
Estaba cansado y con hambre,
así que fue a la mochila para comerse el bocadillo que trajo para el camino,
pero al sacarlo estaba cuajado de hormigas, por lo que lo arrojó lejos a los
árboles, y se conformó con la fruta que también trajo.
Los ruidos del campo lo
despertaron muy de mañana. Le dolía todo, pues la cama era durísima y estaba
aterido de frío, por lo que se envolvió en la manta y salió a la puerta para
admirar la naturaleza.
Lo primero que vio, fue una
enorme liebre y un sarnoso perro que meneando el rabo con alegría le pedía de
comer. Seguro que la noche anterior se comió su bocadillo, pues no había ni rastro
de él.
Se moría de ganas de un café
con algo de comer, y como allí no había nada, se metió en el coche dispuesto a
ir al pueblo más cercano, apenas unas pocas casas, a unos veinte quilómetros.
Le sorprendió encontrarse
aquella aldeucha engalanada, con cuatro o cinco músicos en su labor, y con su
vecindario que lo recibió invitándolo a una gran mesa en mitad de la plaza en
donde había comida en abundancia.
Comió, bebió, y hasta bailó
como nunca lo había hecho, y era ya noche cerrada cuando despertó en el coche
donde se había recostado para diluir los efectos del alcohol.
Era una preciosa noche estrellada
cuando llegó a su casita, en donde cayó a la cama sin desvestirse siquiera,
durmiéndose con el pensamiento de que nunca en su vida había disfrutado tanto.
Ni le pareció ya duro el camastro.
Había hecho amigos diferentes, conocido a
preciosas muchachas, y lo habían invitado a todo sin pedir nada a cambio.
Si, nunca había pasado por
aquella extraña experiencia donde gente desconocida te aceptaban y te
agasajaban sin contrapartida alguna, sin interés. ¿Sería este el mundo que
buscaba desde hacía algunos años?
Se había cansado de la lucha competitiva del cada día,
de las zancadillas a compañeros para ser tú el primero en la meta. Y después de
todo ¿Para qué? Prestigio social y más dinero para gastar en cosas que no
necesitaba
Mañana y pasado pensaría en
todo esto, y a lo mejor, a lo mejor, se quedaba para siempre.
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