A esa hora en que los
murciélagos vuelven a sus cuevas, con la primera tenue luz de aquella mañana de
otoño, me levanté, preparé el primerísimo café (mi droga), y me dispuse a tirar
la basura, ya que la noche antes lo olvidé (me tocaba. Siempre me tocaba.) Y no
quería ninguna mala mirada de reproche.
Estaba a poco más de
cincuenta metros del contenedor y no me crucé con nadie; levanté la tapa y
pegué un grito, con lo que la tapa cayó con estruendo. No era posible lo que
había visto; un cadáver con aspecto de vagabundo, por lo que después de dudar
un momento, pensé que lo mejor era llamar a la policía. Pero, ¿Era un muerto?
Decidí asegurarme de
aquello, por lo que cogí una fregona vieja que estaba apoyada en un naranjo
cercano, levanté la tapa, y aquello seguía allí, lo toqué con la improvisada pértiga,
y el hombre pegó un salto al tocarlo, por lo que yo di un paso hacia atrás y
solté la tapadera, que con gran estrépito le pegó en la cabeza al presunto lo que sea.
Ya más tranquilo, volví a
destapar aquella poza de inmundicias, y me dirigí a la persona que por lo visto
sólo estaba durmiéndola mona:
“Pero hombre de Dios, ¿Qué
hace usted durmiendo entre basuras? ¿No tiene casa?”
“Hace tiempo que no duermo
en una cama de verdad. Desde que mi mujer y mis hijos me echaron de la casa por
borracho, mi vida ha cambiado, y aunque quise dejar de beber, no lo he
conseguido. ¿Me podría dar un euro para un café?”
“No tengo dinero encima. He
salido sólo a tirar la basura, pero si quiere un café, venga conmigo y se lo
doy en mi casa”.
“No, no, me dijo. Vaya usted
a su casa por dinero y yo lo espero en ese bar que están abriendo en este
momento”
Volví a casa, me vestí con
algo más decente de lo que llevaba y cogí la cartera, y el tabaco, pues antes
de volver me fumaría un cigarro para pensar en la inesperada situación.
Al volver al bar de la cita,
estaba apoyado en el mostrador como si fuese el puto amo, bebiéndose una copa
de coñac.
“¿No era un café lo que
quería? Ignacio, le dije al dueño, no le sirvas más alcohol a este hombre” y le
expliqué cómo lo había encontrado.
El susodicho, se nos quedó
mirando a ambos con una sonrisilla de beodo, y dijo:
“Ya que habéis sido tan amables
conmigo, os contaré algo”.
“El dueño de casa Eustaquio,
en el pueblo de al lado, cada noche cuando cierra y me echa, me sube en su
furgoneta y me deja cada vez en un sitio diferente para ver si así no vuelvo,
pero lo que no sabe, es que cuando me tome las dos copitas a que usted me ha
invitado, vuelvo a darle la tabarra, pues como siempre que le dejo a deber
dinero se lo pago a trancas y barrancas, me aguanta.”
“He, oiga, Ignacio, cóbrese
usted la copita de este hombre y no le ponga más”.
“Pero es que esa es la
segunda. La primera se la bebió de un tirón”, me contestó el tabernero.
Me lo quedé mirando, pagué,
y me marché de allí con más comprensión que cabreo. Al fin y al cabo, lo que le
pasaba a aquel sujeto, (no sabía ni su nombre) le puede pasar a cualquiera.
¿No?