Estaba jubilado
prematuramente, ya que a sus cincuenta y cuatro años, un glaucoma le había hecho
ir perdiendo la vista paulatinamente, de tal forma que en la actualidad sólo
veía bultos y sombras.
Como casi no podía valerse por
sí mismo, vivía con sus hijos Andrés y Juan, junto a la mujer de uno de ellos y
un niño pequeño de apenas cuatro años, y gracias a que le había quedado una
pensión mediana podían tirar para adelante, pues eran los únicos recursos junto
a una pequeña ayuda familiar que recibía el que tenía mujer e hijo, y esto era
todo, ya que ninguno tenía trabajo.
Como apenas veía, su hijo
pequeño le acompañaba cada 25 de mes para sacar el dinero de la paga del cajero
del banco, que entregaba religiosamente en casa. Era de lo que comían.
Sucedió que un día que había
que ir a sacar el dinero, se quedó dormido hasta muy de mañana, despertándose
sobresaltado y con un tremendo dolor de cabeza. Preguntó por su hijo para ir al
banco y nadie sabía dónde estaba, ya que no lo habían visto desde el día anterior, y
cuando su nuera se ofreció a ir con él al cajero, la tarjeta no aparecía; había
desaparecido de su cartera junto a 20 euros que le quedaban.
Fue con la familia al banco
para explicar lo que pasaba, y allí le dijeron que el dinero que tenía en la cuenta
lo habían sacado muy temprano con la tarjeta. Se miraban unos a otros sin saber
qué decir, cuando se acercó otra empleada del banco, que les informó, de que
cuando venía de desayunar vio a su hijo pequeño en el cajero.
Aquello no podía estar
sucediendo. ¿Qué pasaba? ¿Había sido capaz su hijo de hacer aquello? ¿Qué
hacer?
Le aconsejaron los del banco
que pusiera una denuncia aunque la tarjeta ya había sido anulada, pero nadie
dijo nada, y balbuceando unas apocadas gracias y abatidos salieron de allí.
Este mes ¿Cómo pagarían los
recibos de luz, gas, teléfono, las medicinas, la guardería y sobre todo el
alquiler? ¡Ah, y comer!.
Llegaron nuevamente a su
casa, donde seguía sin haber rastro del presunto ladrón, y el mayor se escabulló sin que se dieran cuenta.
Tardó en volver, informando
a su familia que ni rastro de Juan, pero que se había enterado por algunos del
pueblo que su hermano no era lo que parecía aquella carita de bueno, sino que
se juntaba con lo peor de lo peor, y que estaba metido en drogas y algunas
cosas más.
Después de llorar desconsoladamente
viéndose impotente y encerrado en su habitación para que nadie lo viera, llamó
por teléfono y habló nuevamente con el director de la Caja, aceptando una solución que este le propuso al
verlo tan apurado, y es que le adelantarían la paga extraordinaria que venía
el próximo mes.
De aquel joven nunca más se
supo o la familia se lo ocultó para no darle más sufrimiento, ya que
seguramente no había nada bueno que contar, pero él seguía con una espina
clavada en el corazón por aquel hijo descarriado; quizás perdido para siempre.