Había entrado en la empresa hacía aproximadamente un año y desde que la vi, sentí una irrefrenable atracción hacia ella. Se llamaba Carmen, era alta, rubia clarita y con unos enormes ojos verdes que le ocupaban toda su cara. Delgada, pero con las curvas en su sitio y una sonrisa que cuando se producía todo lo iluminaba.
Aunque mi timidez limitaba mucho la relación, habíamos hablado de temas de trabajo muchas veces, la mitad de ellos me los inventaba para así “pegar la hebra” con ella.
Varias veces la había invitado a tomarnos algo después del trabajo, pero ella sin decir claramente ni sí ni no, se me escabullía siempre.
Una mañana que estábamos esperando para hacer copias documentales en la fotocopiadora, y sin saber muy bien por qué, salió el tema del turismo rural y la naturaleza, que casualmente eran de su interés, por lo que aprovechando que se acercaba un puente de cuatro días de vacaciones, le dejé encima de su mesa un folleto y una dirección de internet sobre casas rurales. La invitaba a irnos solos de mini vacaciones.
No la vi durante tres días, pero al cuarto tenía en mi mesa una nota de ella diciéndome que aceptaba, pero con la condición de pagar todo a medias. También me citaba aquel mismo día en una cafetería cercana para que hablásemos de todo.
No sabía si me alegraba, pues me superaba todo lo que se me venía encima. No esperaba una respuesta tan contundente.
Así que a la salida del trabajo me dirigí nerviosísimo y aterrado a esa reunión, que si bien no la esperaba tenía que afrontar, pues cada día me sentía más atraído por Carmen. Llevaba toda la información sobre unas cabañas en la Sierra Norte de Sevilla, en la rivera del río Hueznar.
Llegué antes que ella, así que escogí una discreta mesa en un rincón del local y me pedí una cerveza. Parecía que aquello era una cita clandestina, pues mi cara y mis nervios me delataban.
Entró al rato mirando todas las mesas, hasta que me descubrió haciéndole señas con las manos.
Sonriendo, me dio un beso y se sentó frente a mí.
Hablamos de cosas intrascendentes del trabajo, del tiempo y casi sin darnos cuenta estábamos hablando de dónde íbamos a ir, que no conocíamos ninguno de los dos pero que nos apetecía. Nos llevaríamos comida enlatada, algo de chacina que compraríamos por el camino, las bebidas favoritas de los dos y algo para leer.
Por supuesto yo llevaría algunas cosas que no le comentaría a ella, y esperaba no tenerlos que traer de vuelta.
Reservamos el bungaló, y el jueves a las ocho de la mañana estábamos de camino en su coche, pues no dejó opción de llevar el mío.
Fuimos hablando de muchísimas cosas durante el camino, paramos en una venta a comprar pan, chacinas y poner gasolina al coche. Todo el gasto a medias.
Al llegar a Alanís, a la altura de la iglesia, nos desviamos por una senda de tierra paralela a una vía verde que de vez en cuando dejaba ver los meandros del Hueznar.
Por fin llegamos a una enorme casa de piedra junto a la rivera del río, que era la recepción, hotel y restaurante del complejo. Pagamos el arriendo por los cuatro días y nos dieron la llave de la cabaña, informándonos de todo lo que podíamos hacer. Por supuesto no dijeron nada de lo que más me interesaba hacer a mí.
El sitio era precioso, rodeados de naturaleza por todos lados. La cabaña tenía de todo, pero un grave problema, y es que había dos enormes camas separadas. “Porca miseria”.
Dejamos todo en la casa y salimos a dar un paseo por los alrededores. Fuimos hacia la orilla del río sorteando promontorios y arboles, y sin saber cómo pero como la cosa más natural del mundo, estábamos agarrados de las manos.
Intentamos cruzar el río por donde era menos profundo, por lo que nos descalzamos y subimos los pantalones hasta las rodillas, lo cual no impidió que nos pusiéramos empapados. Nos sentamos un rato en la hierba para secarnos al sol, y coincidiendo con la cercanía de su boca, nos dimos un tierno y prolongado beso.
Al separarnos y contemplar su radiante sonrisa, supe que el cielo me había regalado un ángel, pero de carne y hueso. Fue un estado tal de felicidad el que me inundó, que no me llegaban las palabras.
No sé si dije un “te quiero” antes del segundo beso ya abrazados y echados en la hierba.
Ella se levantó y me tendió la mano para ayudar a levantarme. Empezamos a andar abrazados por la vía verde o por la azul, yo no sabía dónde estaba. Sólo miraba a esa maravillosa mujer que tenía al lado.
Nos sentamos en la terraza del hotel con dos vinitos blancos y unos tacos de lomo de la tierra por delante. Nos quitábamos la palabra de la boca continuamente, pues la felicidad nos dio por hablar hasta por los codos.
Seguimos bebiendo de aquel bendito vino y comiendo de todo, hasta que decidimos ir a echarnos una siestecita.
Por el camino yo iba que me salía pensando en lo que vendría después.
Al llegar al porche del bungaló, Carmen me tomó de las dos manos y me dijo:
-Sé que esto es una putada, pero tengo la regla y no aguanto que me toquen cuando estoy así.
Me quedé más cortado que el trapo de un afilaó, pero le dije:
-No pasa nada, ya tendremos tiempo.
Se abrazó a mi cuello y me besó como nunca lo habían hecho conmigo.
Nos estiramos cada uno en su cama. Ella se quedó dormida y yo la estuve contemplando casi una hora.
Cogí una bicicleta que allí había y me fui a dar una vuelta y a pensar en todo lo que había pasado. ¡Bendito amor!
Iba tan distraído, que no me día cuenta por donde me metía, hasta que resbalé desde un promontorio, cayendo la bicicleta y yo al río.
Estaba empapado, la bicicleta con una rueda hecha un ocho y el airecillo reinante me hacía castañear los dientes.
Al llegar a la cabaña, Carmen leía en el porche y al verme venir no pudo reprimir la risa al ver en el lastimoso estado en que había quedado.
Me día una ducha de agua caliente y me cambié de ropa, pero tenía mal cuerpo y mucho frío. Carmen me puso su mano en la frente y me dijo que estaba ardiendo. Me había resfriado.
Me metí en la cama y Carmen me dijo que iría al hotel a por algo para bajarme la fiebre. Yo me sentía fatal y no dejaba de temblar.
Después de bastante tiempo llegó Carmen con otra persona, que me dijo era el médico del pueblo y del hotel. Me hizo un reconocimiento a fondo, y me dijo que tenía un enfriamiento importante, ya que la fiebre era de más de cuarenta. Me dejó medicinas y me recomendó no levantarme en dos días por lo menos. Valientes vacaciones de amor.
Me tomé un gran vaso de leche caliente con las medicinas y al rato me había quedado profundamente dormido.
Al despertarme no sabía qué hora era, pero sentí el abrazo de mi amiga comunicándome su calor y no quise moverme. Al rato oí su voz que me decía:
-Sé que estás despierto. ¿Cómo estás?
-Si me quitas tu calor, mal. Puedo hasta morirme.
-Eres un carota, me dijo. Te prepararé algo de comer y te tomarás las medicinas.
Al rato tenía delante dos tostadas con aceite y salchichón, que junto con un café con leche comí con ganas.
La fiebre había cedido, pero me sentía muy flojo. Mi amiga salía a pasear a ratos, pero casi todo el tiempo me acompañaba leyendo.
Que desastre. Ella con la regla y yo con una media pulmonía.
Jugamos al parchís, al ajedrez, pero sobre todo charlamos y charlamos de casi todo, de tal forma que al tercer día nos habíamos puesto al corriente de nuestras respectivas vidas.
Yo ya estaba casi bien y la última noche que íbamos a estar allí, organizamos una cenita especial con velitas y todo. Ella preparó la cena, yo puse la mesa y descorché una botella de cava que había traído entre mis pertenencias.
La cena fue un éxito, ella se puso guapísima y después de acabar la cena y la botella, se me acercó y dándome un beso en el cuello me dijo al oído, “ya no estoy mala”.
No hay nada más feliz en mi vida que aquella noche en la que no dormimos, pero que vaya si mereció la pena.
Después de casi un año saliendo, seguimos muy enamorados y en este momento nos estamos planteando irnos a vivir juntos, aunque sus padres quieren que nos casemos.
Desde entonces me hice de los verdes y soy un defensor rabioso de la naturaleza, que me dio la oportunidad de conocer a Carmen.