martes, 23 de agosto de 2011

De salmorejo va la cosa


En este tiempo de verano propio para el descanso, si se  puede, se suele comer mucho fuera de casa, ya sea en restaurantes, fiestas, romerías, ferias o invitaciones en casas de amigos, en el campo o en la playa, y una cosa muy normal en esta Andalucía nuestra es que te sirvan un “salmorejo”.

                                                         
Esta humilde comida hermana gemela del gazpacho, como todos los platos populares, no hay dos personas que lo hagan igual, y puede que todos estén buenos, aunque con gustos y texturas diferentes. Es originario de Córdoba, donde en cualquier sitio que lo comas lo bordan.
La historia de este plato va unida al trabajo de los campesinos en las huertas andaluzas, que se iban al campo al amanecer del día para no coger las horas de más calor, con una botellita de aceite, que a la  hora de comer, junto a un par de tomates, un pimiento, medio diente de ajo, sal, y el pan duro del día anterior, machacaban en un mortero hasta hacer una pasta que se aclaraba, si se quería, con un buen chorreón de agua fresquita del cántaro, y que algunos le agregaban unas gotas de vinagre de vino, si el tomate era demasiado dulce.
Hasta aquí la base de esta comidita despreciada por muchos cocineros de nuestros días, pero que quitaron mucha hambre en los penosos años 40 y 50.

                                                       
Yo lo he probado casi de todas las formas posibles y no posibles, desde la forma original hasta algún que otro inventor que le ha puesto zanahoria, remolacha, cebolla, pepino, sandía y un largo etcétera, y otros atrevidos innovadores que le añaden pimentón, cayena y otras

                                                       
barbaridades, y como  guarnición, almendras, dátiles, pasas, uvas, berenjenas, gambas y hasta con sardinas asadas me lo han servido.
Yo os lo recomiendo según la fórmula original, ni pastoso ni líquido, sin vinagre y vigilando el ajo, con una guarnición de taquitos de jamón ibérico y huevos de codorniz cocidos, y que repose en la nevera a frio medio durante tres horas.
Buen provecho, y después de una siestecita te levantas como nuevo.

En Zizur Mayor, a 22 de Agosto del 2011 

miércoles, 17 de agosto de 2011

Maletas


El coñazo de todos los viajes, y la principal causa de cabreos entre parejas en los periodos vacacionales, son las maletas en sus tres fases: 
1ªPreparación y acomodo: “Esto no hay dios que lo cierre”,  llevarlas al coche y ajustarlas en el hueco quitando todo lo que se suele llevar en un maletero y después arrastrarlas hasta el AVE como era mi caso.
2ªTransporte, incluidos los múltiples porrazos en extremidades inferiores y levantamientos a pulso con tremendo peligro para tu anquilosada columna vertebral, al objeto de colocarlas donde puedas o te dejen.

                                                                                         
 3ªDeshacerlas escuchando todas las cosas que tu “contraria” se ha olvidado, y comprobar que a ti el espacio sobrante te ha dado para dos mudas, lo de afeitar, el bañador, y esas tres camisetas que nunca te pones porque las odias.
Bueno, pues a mí aparte de todo esto me tocó, literalmente hablando, una enorme maleta floreada de una “guiri” sonriente en sus disculpas, pero para asesinarla sin remordimientos, tal era su pasotismo.
Primero me sacó mis maletas del portaequipajes del vagón  para meter la suya, pues se ajustaba mejor al hueco, medio dijo por señas, y así cabían las tres. La realidad es que las mías y la suya se llevaron todo el viaje rodando hacia el pasillo, y yo levantándome para volverlas a acoplar.
Una de las veces me levanté para traerle a mi esposa el desayuno del vagón restaurante, y no podéis imaginaros lo que me pasó.

                                                                                
Volvía por el pasillo con dos cafés hirviendo y un plato con las tostadas, cuando se abrió de golpe la puerta del servicio, que fue a dar contra el plato con mis panecitos que rodaron por el suelo, junto a uno de los cafés calentitos que  me cayó por la pierna, justo a tiempo de soltar el otro y pegar un grito, que no bastó para quitar la sonrisa de los labios a mi “guiri de la maleta floreada” en su salida triunfal del excusado.
Acudieron a ayudarme dos empleados, que me auxiliaron la quemadura y los derrames del desayuno, no así la causante del estropicio que había desaparecido en el revuelo.

                                                                                 
De vuelta del bar con nuevas vituallas y con todo mi cuerpo en tensión logré llegar al pasillo, justo cuando el tren tomaba una curva y tres conocidas maletas rodantes, una de ellas floreadas, me pegaron en mi pierna buena hasta entonces, pero que no malograron mi travesía desencajada hacia el asiento, donde lo dejé todo, respiré y volví donde las maletas. Acomodé las mías y me dirigí con la tercera primaveral maleta hasta el asiento de su propietaria, donde con un “perdón” y una enorme sonrisa solté el objeto de mis desgracias en su regazo ante su carita de asombro.

                                                                                    
El final del viaje llegó sin que volvieran a perturbar mi paz, ni guiris ni estampadas maletas. El resto de mis vacaciones es otra historia que dejo para otro día.

En Zizur Mayor, a 17 de Agosto del 2011

lunes, 8 de agosto de 2011

La fiesta de aquel verano


Había llegado los días más esperados del año en la Urbanización “La Ponderosa” de Valencina de la Concepción, la fiesta que veníamos preparando durante dos meses largos para que nada fallase; recaudar dinero, la banda de música, el escenario, las actuaciones, los cohetes, y el largo etcétera que conlleva la preparación de un evento al estilo del “Carmona”, mi cuñado, el más pesado y seguido del mundo mundial.

                                                                                
Tuvimos que ir a contactar con el grupo que iba a amenizar la fiesta en su día principal, y no se nos ocurrió mejor cosa, que ir a  contratar a los “Incansables de Torreblanca”, ya que nos habían dicho que era un grupito muy animado, y vaya si lo eran, y el nombre les venía que ni pintado, pues a altas horas de la madrugada y después de seis horas de actuación, totalmente borrachos, hubo que echarlos con una  escopeta de dos cañones y palabras gruesas.

                                                                                 
Los niños y algunos mayores se disfrazaban el primer día y recorrían detrás de la música las calles de la urbanización, llevándose premios los más gansos o los más originales. 
Los cohetes que tirábamos los tres cuñados a cualquier hora eran innumerables, y empezaron a llamarnos “Los putos  Carmonas”. Uno de estos artefactos de pólvora, me chafó completamente mi pulgar, pues al encenderlo, en mi estado de media papa, no me di cuenta que mi dedo estaba debajo de la mecha, y para no herir a nadie, aguanté hasta que el cohete salió disparado, igual que yo, que con lágrimas en los ojos, buscaba desesperadamente y a gritos, alguna cremita milagrosa para mi tremenda quemadura entre el cachondeo del personal.

                                                                                  
El fin de fiesta, el domingo, precedidos de la banda de música, desfilábamos los esforzados próceres, disfrazados de algo, un año de vacas, otro de marineros y este año tocó de romanos y no nos faltó ni un “Cesar” laureado  subido a una cuadriga tirada por un borrico y su entrenador vestido de hebreo, el más borrico de los dos.
En cada parada que hacía tan solemne desfile, libábamos toda clase de tragos, de esos que quedan en las casas después de Navidad y que sólo nosotros éramos capaces de echarnos al coleto.
El resultado era que al final del desfile y ante tan enormes borracheras, la piscina actuaba como refresco y bálsamo de tantos afectados.
Luego, como final del fiestorro, se organizaba una sardinada gratuita para todos y todas, y acabada la cual, la gente iba desapareciendo sin hacerse notar camino de  la cama, pues había que descansar para volver al trabajo el lunes.
Buenos tiempos en que estábamos todos: Rosario (Que inventaba y hacía los disfraces de los padres), Emilio Rubiales, Cesar, Paco Millán “El Gordo”, Pepe Cortijo, Perales, los Carmona (José Manuel, Julio y yo), y toda la gente que ayudaba en lo que podía o sabía.
Buena gente, sana diversión y buenos recuerdos.

martes, 2 de agosto de 2011

Recuerdos de playa

Las seis de la mañana. Hora de levantarse, aunque ya llevaba casi una hora despierto  y el resto de la noche, los nervios no me habían dejado dormir. Por fin me llevaban a conocer la playa y ver el mar, que sólo conocía a través de fotos y de imaginármelo idealizado por alguna película vista, aún en blanco y negro.
Llegar a la estación y montarme, también era mi primera vez, en un tren que nos llevaría a Cádiz, para mí, desconocida y lejana ciudad a más de doscientos kilómetros, yo que lo más lejos que había ido era a Montellano, el pueblo de mis padres y mis hermanos mayores.
                                                                                
Todo el tiempo de las cuatro horas de camino, con la frente pegada al cristal de la ventana del vagón, donde el resto del grupo bebía aguardiente, comía rosquillas y cantaban sevillanas, fandangos y demás canciones que la ocurrencia del momento propiciaba.
Al fin las primeras salinas y esteros de Puerto Real y de San Fernando, y a la salida del pueblo contemplé por vez primera el recibidor del mar que era la bahía de Cádiz, surcada por barquitos de pesca y algún mercante recién salido de los astilleros gaditanos.
Ya llegamos, y cada uno con algún bulto en la mano, en la espalda o casi arrastrando como era mi caso, emprendimos el camino de la playa.
¡El mar! Qué maravilla el perder la vista en la lejanía, donde un carguero en el horizonte, navegaba hacia países de extraños nombres, que yo difícilmente visitaría ni imaginativamente.
Asentamos nuestro real posicionando la gran tienda de campaña cerquita del mar, para aprovechar las humedades y los vientecitos que aliviaran el calor y el sofoco que ya teníamos. Nos cambiamos a ropa de agua, yo me puse unas calzonas fabricadas por mi madre, un poco grandes y largas, pero bueno, es lo que había.

                                                                                
Corrí como un poseso hacia la orilla donde pequeñas olas rompían con un cascabeleo de conchas que a mí me parecía música celestial.
No salía del agua, hasta que me obligaron a sentarme en la arena y secarme al sol, porque tenía los dedos arrugados y esto era síntoma de que había que salir del baño o me daría algo malo.
Ya era pasado medio día, y a la sombra del toldo de la tienda, estábamos comiéndonos las viandas traídas: Tortilla de patatas, filetitos empanados, patatas “aliñás”, picadillo y chacinas variadas. Una comilona que me llevó a dormir casi toda la tarde, hasta que hubo que ir recogiendo para volver al tren que nos llevaría de vuelta a Sevilla.

                                                                               
Más canciones, y algún que otro chiste verde en el tiempo que agotábamos lo que nos había quedado del almuerzo. 
Poco a poco todo el mundo se fue quedando dormido, menos yo que con la cabeza pegada al cristal, miraba las lucecitas de las casas desperdigadas,  y el reflejo en la ventana de la mano de Juan metiéndose por el escote de mi hermana; el, vigilando por si alguien se daba cuenta de su maniobra y ella haciéndose la dormida.
Ya llegábamos. Para mí fue, la mejor experiencia  en mis doce años de vida. El mar, la mar, era aún más infinito de lo que yo había imaginado.