El coñazo de todos los viajes, y la principal causa de cabreos entre parejas en los periodos vacacionales, son las maletas en sus tres fases:
1ªPreparación y acomodo: “Esto no hay dios que lo cierre”, llevarlas al coche y ajustarlas en el hueco quitando todo lo que se suele llevar en un maletero y después arrastrarlas hasta el AVE como era mi caso.
2ªTransporte, incluidos los múltiples porrazos en extremidades inferiores y levantamientos a pulso con tremendo peligro para tu anquilosada columna vertebral, al objeto de colocarlas donde puedas o te dejen.
3ªDeshacerlas escuchando todas las cosas que tu “contraria” se ha olvidado, y comprobar que a ti el espacio sobrante te ha dado para dos mudas, lo de afeitar, el bañador, y esas tres camisetas que nunca te pones porque las odias.
Bueno, pues a mí aparte de todo esto me tocó, literalmente hablando, una enorme maleta floreada de una “guiri” sonriente en sus disculpas, pero para asesinarla sin remordimientos, tal era su pasotismo.
Primero me sacó mis maletas del portaequipajes del vagón para meter la suya, pues se ajustaba mejor al hueco, medio dijo por señas, y así cabían las tres. La realidad es que las mías y la suya se llevaron todo el viaje rodando hacia el pasillo, y yo levantándome para volverlas a acoplar.
Una de las veces me levanté para traerle a mi esposa el desayuno del vagón restaurante, y no podéis imaginaros lo que me pasó.
Volvía por el pasillo con dos cafés hirviendo y un plato con las tostadas, cuando se abrió de golpe la puerta del servicio, que fue a dar contra el plato con mis panecitos que rodaron por el suelo, junto a uno de los cafés calentitos que me cayó por la pierna, justo a tiempo de soltar el otro y pegar un grito, que no bastó para quitar la sonrisa de los labios a mi “guiri de la maleta floreada” en su salida triunfal del excusado.
Acudieron a ayudarme dos empleados, que me auxiliaron la quemadura y los derrames del desayuno, no así la causante del estropicio que había desaparecido en el revuelo.
De vuelta del bar con nuevas vituallas y con todo mi cuerpo en tensión logré llegar al pasillo, justo cuando el tren tomaba una curva y tres conocidas maletas rodantes, una de ellas floreadas, me pegaron en mi pierna buena hasta entonces, pero que no malograron mi travesía desencajada hacia el asiento, donde lo dejé todo, respiré y volví donde las maletas. Acomodé las mías y me dirigí con la tercera primaveral maleta hasta el asiento de su propietaria, donde con un “perdón” y una enorme sonrisa solté el objeto de mis desgracias en su regazo ante su carita de asombro.
El final del viaje llegó sin que volvieran a perturbar mi paz, ni guiris ni estampadas maletas. El resto de mis vacaciones es otra historia que dejo para otro día.
En Zizur Mayor, a 17 de Agosto del 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario