Poco a poco, de dos en dos,
de uno en uno, se iban desvaneciendo los oníricos fantasmas cuando empezaba a
entrar la primera claridad de la aurora por entre las semitupidas persianas de
la habitación de descanso.
Sonaba con ira no contenida
el crepitar de la lluvia sobre la claraboya del patio, y un olor a humedad con
frío inesperado acogían su cuerpo al
sentarse en la cama y ponerse algo de abrigo para contemplar, desde los vidrios
mojados y vahosos, este acuoso mes de mayo que nos había deparado el
calendario.
“El
mes de mayo, mes de las flores, el mes de María”, decíamos
en el colegio cuando la infancia discurría entre aulas y juegos, sin achaques
ni nostalgias. Ahora todo era distinto, hasta el tiempo parecía de otra época,
quizás de cuando los dinosaurios poblaban nuestra malherida tierra, allá por
los tiempos de “Maricastaña”.
Sin embargo el alma no
envejecía porque estaba preparada y atenta a todo lo que fuera vida, alegría, y
también por qué no, tristezas. Bullía y bullía la desazón, el interés por lo
novedoso de cada mañana irrepetida, abriéndose como jugoso pomelo a todas las nuevas
oportunidades de leer, formarse,
informarse, de estar al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor, y esta
curiosidad malsana lo hacía abrir los ojos risueños y agradecidos a todo lo
inesperado que se le ofrecía en derredor.
¡Qué poco damos para todo lo
que recibimos a espuertas! No es justo ser desagradecido, por eso y sólo por
eso, hay que beberse la vida a sorbos o a grandes tragos, como venga; dando la bienvenida
a este bendito maná que se nos regala.
Y el que no sienta en cada bocanada
de aire un calambre, hervir el zumo de la vida entre su piel y sus venas, es
que está muerto aunque aún no haya salido su esquela en los periódicos
matutinos.
Cerrarse en decir: “Ya con lo que se, tengo bastante. No quiero
aprender nada más”, renunciar a las nuevas amistades, a viajar hacia donde
nunca antes habías ido, ahora que puedes porque tu alma aún no está ahíta de
nada, es irse apagando aisladamente en una absurda agonía, como si esa persona
hubiera ya presentado su renuncia al mundo de los vivos.
Cada día una sonrisa, una
esperanza, un anhelar algo, sentir como vamos empapándonos de todo lo bello y
agradable, de lo curioso y sorpresivo.
No acordarse de si nos duele
algo o de que ya no somos los mismos. Cada día es igual a otro y a la vez
diferente del resto.
Estás vivo, pues alégrate
porque tienes ganas de seguir.
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