Como cada año, se acercaba la fecha en la que el colegio de los Hermanos Maristas, nos daba
huchas con formas de cabezas de indios, negritos y chinitos a todos los
voluntarios que quisiéramos salir a pedir para las Misiones Católicas de todo
el mundo.
Nos reunimos cuatro amigos de la clase, para ser ese año los campeones
del colegio, pues el año anterior nos quedamos a muy pocas pesetas de ser los
mayores recaudadores. Este año ganaríamos nosotros, porque teníamos una
estrategia.
La primera parte fue ofrecernos voluntarios al hermano Claudio para
ayudarle a traer toda la propaganda que correspondía al colegio para la cuestación desde la calle Don Remondo, lo cual hicimos
con mucho gusto, ya que nos permitió tener más banderines, escudos y demás
parafernalia que nadie, y para el plan de la mesa que pensábamos poner nos
venía de escándalo.
Ya teníamos localizada la mesa petitoria, el mantel, la gran bandeja
de plata del centro y lo que era más importante y manteníamos en absoluto
secreto, el sitio donde instalaríamos todo esto. Ya que en las puertas de las
iglesias no podía ser porque las señoras de las parroquias ponían la suya, se
me ocurrió ponerla en la Plaza del Duque, en la acera entre la confitería de mi
padre y el Hotel Venecia.
Una semana antes ya estaba todo preparado, incluso yo había hablado
con algunas de las señoras mas riquitas del barrio, para pedirle que dejaran su
óbolo en nuestra mesa; pero nos dieron las notas de la quincena el domingo
antes, y las mías aunque buenas, me habían situado en el puesto número once de
la clase, y de ahí vino el problema que yo no esperaba.
Cuando llegué con las notas a la tienda de mi padre y entre varios de mis amigos como escuderos,
se las entregué dispuesto a aguantar el chaparrón, pues él quería que yo fuera
de los cinco primeros del curso, de forma que me hizo entrar a la trastienda
donde me dio todas las guantadas que quiso hasta que se cansó, pero lo más duro
fue cuando me castigó a no salir a pedir en el Domund, después de todo el
trabajo que me había tomado.
De nada sirvieron la mediación de mis amigos y la de algunos de sus
padres, por lo que tuve que ver desde la puerta de la tienda como montaban la
mesa y me miraban con lástima mis compañeros, pues habíamos trabajado duro para
ser los mejores.
Quedamos en que yo me llevaría mi hucha a la tienda para ver de pedir
a la gente que entrara a comprar, lo cual impidió mi padre escondiéndome al
chinito, así que tragándome mis lagrimas de hombre de diez añitos pasé uno de
los peores días de mi vida.
Lo que nunca supo, fue que le quité un montón de dinero en moneditas
para al día siguiente echar algo en la hucha y que no llegara vacía al colegio.
Mis amigos no consintieron que me retirara de la mesa por no haber podido echar
una mano, lo que nos castigó nuevamente a los cuatro al segundo puesto.
Pero ¿Sabéis qué? Aquello contribuyó a que cimentara entre nosotros
una profunda amistad que mantuvimos hasta que salimos del colegio para que cada
uno siguiera su camino de adulto.
Esto que escribo, me lo recordó uno de aquellos amigos del colegio que
me encontré la tarde de un sábado de octubre en la boda de una sobrina. Me
comentó, que nunca en su vida pudo olvidar aquel episodio de cuando
estábamos en Ingreso, antes de empezar el bachillerato. Yo tampoco.