Anselmo, aparte de primo lejano, fue uno de mis
mejores amigos a pesar de que era unos
quince años mayor que yo, y compañero en algunas empresas donde la casualidad o
el destino hicieron que coincidiéramos.
Su hermana me llamó una madrugada, que es la hora en
que se dan las malas noticias que por desgracia ya no tiene arreglo,
anunciándome que había muerto en la Cartuja de Miraflores, ya que fue cartujo
los últimos veintitantos años de su vida. Si queríamos velarlo la última noche
antes de su entierro, teníamos que ponernos en camino hacia Burgos.
Nos fuimos en mi coche, y en las muchas horas de
viaje, fuimos hablando de la vida de mi amigo que fue un poco como de novela.
Fue un magnífico y superdotado estudiante, pues se
hizo las carreras de Filosofía y la de Ingeniero de Caminos en seis años, pero
simultaneándolas con varios trabajos.
Con el dinero que recibió en el año 1970 de la
herencia de sus padres, compró una pequeña empresa que había cerrado, y que se
dedicaba al envasado y comercialización de productos de farmacia, como
bicarbonato, esparadrapo, agua oxigenada y un montón de esas cosas que se
venden de mostrador en estos negocios.
Tenía muchas ideas y me arrastró a mí a dejar la
empresa donde yo estaba para irme a trabajar con él, encargándome de toda la
comercialización de estos productos, más otras patentes que compró a precio de
saldo. Yo era muy joven, no acabé los estudios universitarios, así que me
dediqué en cuerpo y alma al difícil reto de hacer rentable aquella empresa casi
clandestina, pues nos movíamos en un terreno donde la audacia vencía a la
ignorancia.
La realidad es que nos fue bien durante cinco años,
a partir del cual se obsesionó con vender la empresa y montar una fábrica de
pequeños electrodomésticos. Me lo planteó cuando ya estaba todo hecho, pues había vendido la empresa por
cuatro veces más de lo que le costó. Tuvimos una enorme discusión donde nos
dijimos de todo, pero ya no tenía arreglo, y aunque Anselmo contaba con la
seguridad de que yo me iría con él, me negué en redondo a esta manipulación,
con lo que nuestros caminos se separaron.
Aunque a partir de aquí nuestra comunicación fue
nula, yo seguía su vida a distancia.
Compraba pequeñas empresas que no eran rentables, las relanzaba y las vendía
para meterse en una nueva aventura. Se había hecho de un gran capital, pero un
buen día se cansó de todo y se fue a dar
clases de filosofía a una universidad americana.
A su vuelta a España, entró como director de
fabricación en unos laboratorios farmacéuticos, donde la casualidad quiso que
yo estuviera de comercial para hospitales, pero no nos vimos en todo este
tiempo, hasta que un buen día me llamó para decirme que se metía a cartujo en
la orden de San Bruno, pues había sentido la llamada del Espíritu Santo. Me
dejó de piedra.
Quedamos a cenar en mi casa, donde me confesó que
había estado profundamente enamorado de Maite, una compañera de universidad que
había muerto de cáncer hacía unos meses.
Esto y otras cosas que ya llevaba rumiando algún tiempo, le llevaron a
plantearse qué había sido su vida. Tenía claro que no le llenaba lo que había
hecho hasta entonces.
El resto de su tiempo lo dedicaría en soledad al rezo
y a la vida contemplativa, en un monasterio de cartujos donde iba a profesar
como “converso”.
Estábamos muy cansados de carretera, pero por fin habíamos
llegado al Monasterio de Miraflores, donde nos recibió el padre prior, que
después de unas breves palabras de condolencia, nos llevó a una humilde y
estrecha celda donde tendido en un camastro y con el hábito de la orden, estaba
mi amigo; bueno lo que quedaba de él.
Aquella habitación sólo tenía la cama, un crucifijo
en la pared y una sola silla donde nos estuvimos sentando por turnos durante
toda la noche.
Estaba amaneciendo, cuando un hermano lego nos trajo
una jarra de chocolate caliente y dos vasos de barro. Como no tenía donde dejar
todo esto, sólo se le ocurrió darnos los vasos y poner la jarra de chocolate
hirviendo en la barriga del cadáver, diciéndonos que siempre se hacía así.
Acababa de irse el fraile y ninguno de los dos nos
atrevíamos a servirnos, cuando una sonora y enorme ventosidad o pedo, se
escuchó en el silencio del claustro; nos miramos blancos los dos al ver que el
estómago del muerto se movía, y salimos corriendo aterrorizados buscando la
puerta ante aquel hecho tan extraño, que mi amiga creía sobrenatural.
Así llegamos hasta el coche, donde nos alcanzó el
prior preguntándonos qué había sucedido. Se lo explicamos ya más tranquilos,
pensando entre los tres, que al poner la chocolatera hirviendo en la barriga de
Anselmo, se habrían propiciado la escapada de gases del interior del difunto.
Nos negamos a volver a entrar, por lo que fuimos
directamente al pequeño cementerio situado al lado de un hermoso huerto, donde
después de una sencilla ceremonia quedó enterrado mi amigo, no sin pensar que
pronto las vecinas coles, recibirían nuevo abono de primavera con aquellos
restos que se acababa de comer la tierra.
Cuando cuento lo que
pasó, creen que es una broma de las mías, pero la verdad es que si
entonces no me dio un infarto, ya nunca me lo dará. Ahora me río de aquello,
pues me parece que fue la última broma de mal gusto de mi amigo el cartujo.
En tu linea, muy bueno. Roberto
ResponderEliminarAh, ¿pero dejan que familiares y amigos asistan a los funerales de los monjes en la Cartuja?
ResponderEliminarTenía entendido que, desde el momento que fallecían y preparaban el cuerpo, eran velados en la iglesia hasta la misa conventual del día siguiente...
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