martes, 3 de mayo de 2016

Ese mundo invisible

Casi siempre estaba fuera de Sevilla por motivos de trabajo, a pesar de que  él, Antonio, lo que más deseaba en el mundo fuese estar más tiempo con su familia, por lo que aquel día  se  había comprometido con su hija de nueve años Nerea, a recogerla del colegio por la tarde e invitarla a un helado. Ya tocaba y le apetecía dedicarse unas horas.
                                                                    


Su pequeña estudiaba en el colegio “Sagrada Familia” en el barrio de Nervión cercano a su casa, por lo que ya que estaba cerca y quedó un privilegiado aparcamiento libre, dejó su vehículo detrás del “Corte Inglés” e iría andando dando un paseo a la salida del centro.
¡Cómo había cambiado aquella zona!
Cuando se casó hacía años, aquello era un lugar poco habitado y por supuesto sin este montón de tiendas y cafeterías, ni con esa  cantidad de gentes viviendo por aquí. Aquello se había convertido en una de las zonas residenciales más exclusivas y caras de la ciudad, aunque seguía habiendo un poco de todo.
                                                                 


Observó, como las aceras de aquella avenida estaban ocupada por cantidad de “manteros”, (inmigrantes legales o ilegales que vendían artículos falsificados), venidos huyendo de Dios sabría qué míseros mundos o de qué miedos y guerras, aunque seguro que a las tiendas de lujo que había por allí les haría poquísima gracia, ya que de hecho avisaban a la policía que requisaba mercancías y personas, aunque de alguna forma se tenían que ganar la vida aquella pobre gente.
Con su hija de la mano fueron dando un paseo y contándose cosas, y riendo mucho, pues este padre sabía cómo hacer reír. Se tomaron su helado y se dirigieron al coche, pues le había prometido a su mujer que no tardarían, pues la niña tenía que hacer algunos deberes, bañarse y acostarse tempranito, pues por las mañanas le costaba trabajo despertar.
                                                                  


Estaba acomodando a su hija en los asientos traseros del coche, cuando se vio sorprendido  por una joven de color con un gran hatillo de no sabía qué cosas, y que con lágrimas en los ojos le imploraba que la dejara entrar en el coche, pues la policía quería quitarle su mercancía y seguramente la deportarían, pues no tenía “papeles”.
Padre e hija se quedaron mirándose asombrados y sin respuestas, hasta que Antonio reaccionó abriendo el portamaletas del coche y diciendo a la muchacha:” Mete el bulto aquí y siéntate delante”, y una vez todos colocados, arrancó el coche saliendo rápido de allí, observando como la policía iba metiendo en una oscura furgoneta a un montón de manteros con sus bultos.
                                                                  


Ella no hablaba, solo lloraba desconsoladamente, hasta que Antonio le acercó un paquete de pañuelos, y paró cerca de una tienda  trayéndole una botella de agua de la que bebió con ansia, hasta que ya cuando se serenó, empezó a hablar sin que nadie le preguntara nada.
“Me llamo Sairan y vivo con mi marido, una niña pequeña y los abuelos en un  pisito del Polígono Sur. Mi marido si tiene papeles. Trabaja en lo que va saliendo; guardacoches, vendiendo pañuelos en un semáforo, de vigilante…de lo que puede. Ellos ya estaban aquí; yo vine de lo más profundo de Senegal hace un año, y después de cruzar el desierto y mil calamidades pasé la frontera en los bajos de un camión que casi me costó la vida, pero mereció la pena por estar con mi familia y huir de aquella muerte lenta. Nuestro matrimonio no lo reconocen aquí, por eso estamos arreglando las cosas para que todo esté bien, pues estoy nuevamente embarazada”.
                                                                   
Polígono Sur
Nuestro amigo y la pequeña escuchaban embobados sin interrumpir. No tenían respuesta para esto.
Dejaron a la chica donde ella les dijo; una calle muy sucia, desolada y con un personal de poco fiar. Quiso regalarle a la niña una camiseta de marca (falsificada), pero Antonio no lo consintió si no la compraba, por lo que a la fuerza le metió cincuenta euros en el hatillo sin opción a protestar.
Ya de vuelta a casa la niña empezó a hacer muchas preguntas, de las que su padre, o respondía a medias, o se sentía sin respuestas y corresponsable de aquel estado de cosas, ya que pensaba, que el silenciar cosas que no nos gustan ayudan poco a solucionarlas. Ya se estaba viendo, pensó, cómo respondía la “civilización occidental” de la antigua Europa, teniendo que buscar fuera de sus fronteras a quien le hiciera el trabajo sucio,  buscando como un estercolero nuclear, previo pago de su importe, claro.
                                                                      
Personal del Instituto y voluntarios
¿Despertaríamos alguna vez para ver, que estamos destruyendo los pocos principios éticos y morales que nos unían y que conformaron esta alianza europea, esta zona de privilegios? ¿O es que sólo nos unen los intereses económicos y nuestros inconfesados egoísmos?

Respóndete, y si no encuentras respuestas, lucha en lo que puedas porque, por lo menos, quienes nos rodean tomen conciencia de lo que está pasando, y que algún día la presión de mucha gente como nosotros  las encuentren, pues haberlas hailas.

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