lunes, 28 de enero de 2013

No nos representan


Había una vez un precioso bosque lleno de vida, pues aparte de la gran cantidad de especies animales que cohabitaban en él, estaba surcado por un río de mediano tamaño que bajaba con las frías aguas del deshielo de la lejana cordillera nevada.

                                                                      
Uno de sus habituales que saltaba a la vista de cualquier observador inoportuno, era una familia de ardillas con el trasiego propio de almacenar comida en su refugio. Eran varias y en un momento determinado, una de ellas (debía ser el jefe), reunió a su alrededor al resto y les dijo:
-Debíamos de acotar de alguna forma esta parte del bosque y del río para que nadie nos ataque ni se lleve la comida que estamos almacenando.
De esta manera se pusieron manos a la obra y fueron tejiendo toda suerte de barreras y de trampas para que ningún otro animal osara penetrar en su territorio conquistado.
Vivían tranquilas y felices multiplicándose, de tal forma que ya el acotado espacio protegido se les quedó pequeño, con lo que de nuevo se plantearon ampliar lo más posible su territorio privado.

                                                              
Pero pronto tropezaron con el primer inconveniente, y es que los otros animales habían hecho lo propio con el resto del bosque, por lo que un día se reunieron de nuevo para ver qué podían hacer.
Nuevamente el jefe de ellas propuso hablar con el resto de animales para pedir más territorio, en vista de que eran la especie predominante en número y la más antigua, con lo cual propició una reunión con las otras especies, para reclamar sus derechos.
Se llevó a cabo la asamblea de los habitantes del bosque, y decidieron que cada grupo nombraría a sus representantes para formar un grupo de trabajo que solucionara estos problemas y otros que pudieran producirse.

                                                                
A partir de aquí nadie se explica que fue lo que ocurrió, pues de momento el territorio de cada especie se vio disminuido , ya que hubo que ceder a la comunidad unas zonas generales para “no sé qué”, a la vez había que alimentar y proveer a los representantes de los animales, que aunque inicialmente no eran más de cincuenta, este número se vio incrementado por “necesidades de administración y gestión” a cerca de trescientos, los cuales se constituyeron en una casta de intocables emancipados que nadie controlaba.
El bosque se observaba deteriorado, pues en los terrenos que se cedieron a la comunidad, empezaron a poblarlos otras especies a las que se les habían vendido por la asamblea de notables, y en vez de cuidar el medio, arrasaban y robaban todo lo que veían.
En el bosque las ardillas empezaron a decrecer, ya que escaseaban los alimentos, las reservas de antaño habían desaparecido porque hubo que cederlas a los representantes de la asamblea, que por otra parte cada vez eran más ricos y vivían mejor en detrimento de la comunidad.
-¿Qué hacer?, se planteó ya el anciano jefe de las ardillas.

                                                            
A espalda de la casta de notables, organizó una reunión con el resto de los animales, en donde concluyeron que volverían a lo anterior, con lo que empezaron a echar por las buenas y a otros por las malas, a los que ya no los representaban, pues se habían enriquecido a costa de los demás. Costó mucho trabajo y sangre, pero se consiguió.
Después fueron echados todos los nuevos que decían haber comprado en propiedad sus terrenos. Se limpió el río, el bosque y los caminos, con lo que cada especie volvió a vivir como antes.
Ya nunca más volvieron a plantearse nada que no fueran cubrir sus necesidades y ser felices en su habitad.
Y esta historia la escribió el abuelo ardilla antes de morir, ya muy viejo pero tremendamente sabio, para que nunca más se repitieran las calamidades que habían asolado al bosque.

En mi reposo, a 28 de enero del 2013

lunes, 21 de enero de 2013

Enredo en la oficina



Bueno, pues después de una temporada en el paro, iniciaba una nueva andadura en una empresa que gestionaba las deudas y los pagos de pequeñas y medianas compañías.
Era un contrato de tres meses prorrogable en función de demanda y resultados, que no llegaba a los mil euros, pero es lo que había. Éramos tres en el “equipo” según decía Toni, que ejercía como mando intermedio con el “supremo” al que no veíamos, pues su despacho se ubicaba en la denominada “planta noble” del pequeño chalet, donde se ubicaba la empresa.

                                                              
El tercer componente del equipo era María, despampanante mujer que me pareció medio liada con Toni, a la que aliviaba constantemente del trabajo, pues se llevaban más tiempo en la cafetería que en la mesa de trabajo, de forma que yo me llevaba casi todo el peso de los abultados expedientes que había que analizar y resolver.
Yo no protestaba, pero en la cara se me veía que no estaba de acuerdo con lo que estaba pasando, pues mientras ellos tonteaban mi horario de salida se iba dilatando por el peso del trabajo pendiente, a pesar de lo cual tuve que aguantar que se me dijera que mi trabajo era lento y que se acumulaban los expedientes.

                                                             
Tuve la preocupación de ir señalando de una forma astuta todos los papeles que pasaban por mi mano, pues como perro viejo que era, sabía a lo que me exponía en aquella oficina siniestra.
Además del estrés del trabajo, tenía que soportar el socarrado  acoso del que era objeto con amenazas indirectas que tanto la niña como Toni dejaban caer cada dos por tres en forma de frases lapidarias, aunque llegó un momento que me encerré en mi mismo mejorando todo lo que podía el trabajo.
Hasta que un día observé como mi compañera no dejaba de llorar ante la indiferencia de Toni, por lo que pasados dos días me atreví a preguntar a María que qué le pasaba, y a borbotones de llantos se desahogó conmigo, ya que estábamos los dos solos.
Estaba embarazada, pero no sabía si de Toni o de su novio de toda la vida. Joder, aquello era demasiado y coincidía con el final de mi contrato de tres meses, con lo que no sabía en qué me iba a salpicar todo aquello, pero seguro que me manchaba y debía estar preparado.

                                                              
El día último de mi trabajo, fui llamado al despacho del gran jefe, al que sólo conocía de cuando me contrató. Me recibió con cara seria, sin invitarme siquiera a sentarme.
Me echó en cara la lentitud y mi desgana para el trabajo, mis escapadas continuas al bar y a otros asuntos, (esto no lo entendí hasta el final), con lo que sintiéndolo mucho no iba a continuar en el puesto, presentándome el finiquito para firmarlo y se acabó.
Yo me quedé donde estaba y le pedí cinco minutos de escucha.
Con desgana me dijo que hablara, pero que la cosa acababa allí.
Yo le desgrané una a una todas las cosas que ocurrían en la oficina, incluidos los manejos de Toni con María, y que el 90% del trabajo de aquellos meses había pasado por mis manos, aún a costa de echar muchas horas extras.
Su escéptica cara se fue transformando en enfado, pero yo le dije que cada contrato o expediente que había pasado por mis manos tenía una pequeña ese en la esquina inferior izquierda, con lo que le rogaba que repasara todo y vería quien había hacho el trabajo.
-Además, me dijo, está el embarazo de María del que eres responsable, ya que Toni me lo ha contado todo.
Me quedé de piedra ante dicha acusación y le pedí que llamara a los compañeros para hablarlo juntos. Le di pelos y señales del tonteo que se traían aquellos dos, lo que podía corroborar tanto en la cafetería de enfrente como en los Apartamentos “El Águila” donde se refugiaban casi todos los días.
Me miró muy serio  con cara de duda pero a la vez de furia.
-Coja el finiquito y adiós, me respondió sin darme la mano siquiera.
Al pasar por la oficina tenía ganas de echarme en cara a Toni y a la niña, pero no había nadie y la recepcionista me dijo que tenía orden de que le entregara las llaves. Así lo hice y me marché.
Iba cabreado por la injusticia que acababan de cometer conmigo. Así se hundían las empresas y la culpa a los currantes.
Llegué a casa en este estado, pero queriendo disimular delante de mi familia, a la que comuniqué mi despido.

                                                              
Estaba a punto de acabar aquella semana nefasta, cuando recibí una llamada del “señorito” director que me había echado, pidiéndome me pasara el lunes a primera hora por su despacho.
Todo el fin de semana estuve dudando si iría, pero al final acudí a la llamada pero con una actitud de persona seria y agraviada por aquellos ineptos.
Me recibió correctamente sin llegar a la efusión. Me hizo sentarme frente a él, pidiéndome lo perdonara por todo lo anterior que había sido un malentendido, y que había llegado al fondo de todo.
Yo sería el jefe del nuevo departamento, y que debía buscar dos personas capaces para hacer el trabajo que se venía haciendo. De mis antiguos compañeros no quedaba nadie por lo que empezábamos de cero.
Por supuesto me subió bastante el sueldo ya con un contrato indefinido, y aquí he pasado los últimos 35 años de mi vida. Compré la empresa hace unos años, pero aún recuerdo todo aquello por lo que me sigo preocupando personalmente de mimar mi capital humano, pues me están haciendo rico.

miércoles, 9 de enero de 2013

Temores resignados


La ola intangible del tiempo que nos parece, casi siempre inalterablemente  veloz, cómo se demora y ralentiza en los malos momentos o en las situaciones difíciles por no deseadas.
Cuando ya el pensamiento se ha resignado a lo inevitable, entonces da paso  la cruda realidad que fluye lentamente, como esos fotogramas sueltos de una película rota que nos muestra uno a uno, los crueles pasos del amargo trago del sufrimiento.
Pero nosotros mismos nos convencemos esperanzadamente, cuando lo que nos pasa en este mal escenario es para mejorar nuestra calidad de vida, o para interrumpir un proceso que puede solucionarse y no declinar hacia algún asunto de fatal desenlace.

                                                               
Es en estos duros momentos que nos toca irremisiblemente pasar, cuando nos damos cuenta de la importancia que le damos a cualquier molestia o enfermedad que nos ocurre, sin querer ver que a nuestro alrededor hay personas que con peores males muchas veces irreversibles, pierden la ilusión de alargar su vida, pero que viven su día a día con pequeños rayos de esperanza que les hacen no rendirse ante lo inevitable por evidente que sea para los demás.
Dicen que “mal de muchos consuelo de tontos”, pero es realidad que siempre vemos a los demás peor que a nosotros mismos, lo cual no es malo si tan burdamente acallamos nuestros miedos.
Aquí me encuentro, con temor pero con la esperanza de que esta nueva intervención quirúrgica a la que voy a ser sometido, sea la última y que mejore mi calidad de vida en estos momentos tan mermada.
Dios lo quiera y que a mi regreso, lo antes posible, os cuente cosas alegres o imaginativas, y no elucubraciones como ahora que me atenaza, por qué no decirlo, el miedo.
Un abrazo a todos los seguidores de mi blog

En Villanueva del Ariscal, a 9 de enero del 2013

miércoles, 2 de enero de 2013

Una Nochevieja inesperada


Nos habíamos reunidos los amigos para programar el fiestorro de fin de año. Estábamos apuntando lo que había que comprar y calculando el presupuesto, cuando a uno de los colegas, Bernardo, se le ocurrió una peregrina idea.
“Llevamos de fiesta en fiesta y de borrachera en borrachera desde que empezaron la Navidades, por lo que estoy pensando que con lo mal que están las cosas y con la cantidad de gentes que carecen de lo imprescindible, debiéramos de plantearnos  gastarnos el dinero de Nochevieja de otra forma”.

                                                               
Se hizo un silencio expectante a la espera de que alguien dijera algo, y fue Maite la que dio la idea.
“Podríamos ir a visitar a toda esa gente que duerme en las calles y llevarles  bebidas calientes y algo de comer, iríamos en los coches y sería un fin de año que podremos contar a nuestros hijos, pero primero deberíamos  saber que os parece y quien se apunta a esta aventura”.
Algunos empezaron a excusarse con mejores o peores razones, pero en total nueve estábamos de acuerdo y no pudieron convencernos para renunciar a lo que pretendíamos.
Una vez que sabíamos cuantos éramos, empezamos a discutir el qué llevaríamos y en la forma de organizarnos.
Para recorrernos Sevilla, nos dividimos en tres grupos con un coche cada uno, en donde cargamos un montón de ropa de abrigo que conseguimos   de nuestras familias y amigos, mantas nuevas que compramos, así como grandes termos de leche con cacao y caldo de pollo, envases de diferentes zumos y vasos de un solo uso. Hicimos un montón de bocadillos surtidos, paquetes de galletas individuales y un montón de dulces caseros.

                                                                
Quedamos en vernos en casa de María cuando acabáramos el periplo, así que el mismo día treinta y uno sobre las siete de la tarde, nos pusimos en marcha cada grupo hacia una parte de la ciudad donde pensábamos que encontraríamos  a estas personas abandonadas de la fortuna.
A nosotros nos tocó el barrio de “Los Remedios”, que recorrimos de punta a punta parándonos con todos los indigentes que nos encontramos, repartimos todo el material que llevábamos, charlamos con ellos y aunque no preguntábamos, escuchamos historias increíbles que en otra ocasión os narraré.

                                                               
Fue maravillosa para nosotros la experiencia, pues estuvimos hablando entre nosotros hasta bien entrada la mañana del día uno quitándonos la palabra los unos a los otros, ya que cada uno quería contar lo suyo. Por contar algún retazo os contaré, que a uno de los grupos ya se les había acabado todo, cuando encontraron a un grupito de personas calentándose alrededor de una hoguera ateridos de frío. Jorge se quitó su chamarro de marca para dárselo a un chaval en camiseta con lo que Rafa y Yolanda hicieron lo mismo con sus prendas de abrigo para no ser menos. El problema vino luego para explicarle a la novia de Jorge, que  había regalado la prenda de marca cara, el magnánimo gesto.
Todos coincidimos que fue el mejor fin de año de nuestra vida, y para mí fue  una intensa felicidad interior de esas que se sienten pocas veces en la vida.