Y allí estaba yo
contemplando aquel magnífico día, con un sol de primavera aunque fuera final de
agosto.
Me tranquilizaba ver cómo
crecía la hierba lentamente, sin ruido, casi sin movimiento y sin que el ojo
humano fuese capaz de captar su desarrollo.
Todo a mi alrededor era
bello, pues había manzanas en los árboles, los perales empezaban a dar frutos y
algunos naranjos, que sin un por qué, rezumaban azahar e incluso algunos frutos
sueltos que pedían a gritos ser recogidos.
Unas ardillas volvían del
cercano arroyo con algo entre sus manos, no sé si serían alimentos para sus
crías o ramitas para cubrir su hábitat a los pies de una encina muerta, caída
seguramente por la fuerza de un rayo en el pasado invierno. También se veían
desde mi atalaya algunos tímidos conejos que correteaban entre los árboles y
que de pronto se paraban como queriendo escuchar algún ruido que les avisara de
un posible peligro.
El riachuelo que serpenteaba
en el centro de la pradera se veía muy disminuido en su caudal, pues el tiempo
del deshielo hacía semanas y meses que había finalizado, por lo que propiciaba
que algunos pequeños se bañaran en sus aguas ante la mirada atenta de sus
madres, que con su cesta de la merienda, habían improvisado un pequeño lugar de
ocio para pasar el día tranquilamente, pues sólo en esta época de estío era
posible acercarse tanto a la rivera del arroyo.
Ya me estaba cansando de
otear tanta belleza y de mirar la
naturaleza con atención apresurada para olvidarme de mis inminentes problemas,
incluso no sabía si mi análisis frutal de oteo había sido correcto o por los
nervios había pensado en cualquier cosa, en vez de lo que habían visto mis
ojos.
Me había subido a este
árbol, el más alto del contorno, ayudado de unas tablas que apoyadas en el
mismo parecían puestas por la providencia, pues me perseguía una pandilla de
desarrapados muchachos que hasta hacía unas horas jugaban tranquilamente al
futbol, y que al no dejarme participar de su diversión y en un descuido, les había
rajado la pelota con que marcaban goles con mi navaja suiza mil-usos regalo de
mi abuelo.
Total, por una cochina bola y
unos malentendidos, me encontraba en este lugar apartado rodeado de cafres que
me habían quitado el soporte para poder bajar y huir, aunque tampoco lo podría
haber hecho, pues estaban furiosos y deseosos de darme una buena paliza como
escarmiento, y es que yo encima muy chulo, les decía de todo desde las alturas,
a lo que ellos contestaban con piedras, acertándome con algunas que me habían
producido varios bollos bien visibles.
Resumir todo esto diciendo
que no tenía escapatoria al menos que algún alma caritativa viniera en mi
auxilio, por lo que guardándome en el puto culo el orgullo, exclamé a pleno
pulmón:
“Socorrooo…. me quieren
matar, auxiliooo… por favor veniddd.. bajadme de aquí sin daño.