El otoño resplandecía casi
primaveralmente, por lo que era el domingo perfecto para acudir al inicio de
las carreras de caballos en el hipódromo de Pineda, y aunque lo decidimos un
poco tarde, hacia allí marchamos familia y amigos a compartir el glamour de
Sevilla en esta “pasarela” de lo más variopinto que imaginarse pudiera.
Llegamos casi a punto de
empezar la primera competición, por lo que mientras todos se dirigieron hacia
las gradas, yo me quedé rezagado para apostar algo por si la suerte quería
acompañarme, y en eso estaba, cuando observé a una bella joven de apenas veinte
añitos, que no sabía cómo rellenar el boleto.
Al poco, me miró sonriéndome
y pidiéndome ayuda, pues decía que era la primera vez que lo hacía.
Una vez cumplimentados mi
boleto y el suyo, me pareció cortés iniciar una conversación intrascendente
delante de sendas copas de champan, a lo que ella aceptó encantada.
Casi imperceptiblemente, nos
íbamos acercando el uno al otro con pequeños toques y roces, si no
intencionados, tampoco carentes de picardía, y en eso estábamos, cuando
cogiéndome por el talle, me dijo al oído:
“Eres muy guapo, ¿Lo sabes?”,
y yo que aproveché aquella cercanía, le rocé sus labios con los míos, con la
misma delicadeza con que un pétalo de gitanillas te cae sobre el hombro desde
una maceta en el barrio de Santa Cruz.
La invité a dar un paseo por
el recinto, apartándonos intencionadamente hacia una zona de setos junto a las cuadras,
donde estábamos solos y se veía la carrera un poco de refilón, pero el momento
así lo requería.
“¿Sabes?- me dijo-, que he
tenido cinco novios y ahora tengo lío con dos hermanos a la vez, que me esperan
en la balconada.”
“Pues yo sólo pienso que
estoy aquí contigo, y la gente que viene conmigo que me espere.”
Nos volvimos a besar, pero
esta vez con ansia, para a continuación rodearla con mis brazos por detrás mirando
desenfocadamente y escuchando los gritos propios de los asistentes al evento,
que nosotros casi teníamos olvidado.
Le besé el cuello, la nuca,
mientras iba deslizando palabras dulces y escogidas, y mis manos hábiles y
diestras, emprendieron la bajada por su generoso escote, para acariciar suavemente
dos preciosas peras limoneras, hasta que dijo:
“Ya me tengo que ir, pues si
no me pillaran contigo”, y diciendo esto, y quedando la dama en que me
llamaría, me dirigí yo también hacia el gentío un poco aturdido y sin creerme aun
lo que me había acontecido.
Al paso, deslicé una propina
a uno de los camareros para que llevara cava de mi parte a la familia, y les
dijese que estaba en la taquilla cobrando una apuesta en que me había tocado la
pedrea.
Por supuesto mi novia no se
creía esto, y me soltó: “Seguro que estabas en el bar con alguno de tus
amigotes, y ahora para justificar tu mala conciencia, nos invitas generosamente
a todos. Como si no te conociera…”
Ya solo en mi cama de
madrugada, pensé mirando ensimismado al techo:
“¡Qué buen día he pasado en
las carreras! Tengo que ir más a menudo”.