Habían sido una pareja casi
de hermanos siameses desde muy temprana edad; creían estar en el centro del
mundo, y que éste les pertenecía, ya que sólo existía ese universo que era el
espacio entre ambos, por eso y a pesar de injerencias de otras cosas llamadas
gentes, nunca pasaban más de uno o dos días sin verse, y así fueron creciendo
hasta entrados en la pubertad, y luego en la juventud y madurez, asentando un
poco la cabeza ya con unos veinte años, aunque sin abandonar la ingenuidad del
que no conoce lo malo, el mal, y se habían dedicado a lo que más les gustaba,
la pesca submarina y la investigación oceanográfica, y por supuesto que para
ellos todo era gozoso, todo siempre pura diversión.
Los padres de ambos ya
jubilados, fueron humildes pescadores por toda la costa de Cádiz y norte de
África, por lo que habían mamado del mar
desde pequeños, y así es como Marisa y Juan habían estudiado biológicas (bueno,
aún estaban en ello), ganándose la vida
de una forma un tanto anárquica y divertida
de aquí para allá dando clases de
inmersión, acompañando a turistas y locales que querían iniciarse en este
bonito arte o pasatiempo bajo las aguas de Tarifa, Barbate, Conil, Chiclana y
toda una serie de puntos de buceos de la Bahía de Cádiz, también con algunas becas
universitarias de investigación marina.
Era una zona mimada por la
naturaleza en esta denostada e indolente Andalucía, que lo tenía todo:
situación, características geográficas, clima e historia, lo que había
contribuido a que sus fondos marinos fuesen ricos en pecios y restos
arqueológicos de antiguas civilizaciones, quizás no sólo de fenicios, sino también
restos tartesios de ese maravilloso continente o isla soñada por poetas en la
antigüedad, y que ubicaban los más eruditos de la investigación hacia el cercano
Coto Doñana.
Les encantaba a ambos los
paseos bajo las aguas, sobre todo por una zona llamada “Los Boquetes” frente a
la playa de Zahara de los Atunes, un roquedo de una profundidad media de unos
15 m. repletas de agujeros redondos, donde se encontraban gorgonias de varios
tonos y algunos ejemplares de tres
colas, además de sargos, bodiones, doradas, borriquetes, salmonetes reales y
centollos.
Así fue como un día con la
mar picada y algunas traicioneras corrientes, Marisa se había despistado de su
inseparable compañero, y cuando este empezó a buscarla como loco, la encontró
enredada entre los restos de una “chalana”, con el conocimiento perdido ya ahogada
a pesar del equipo y de todos los vanos intentos de reanimación que llevó a
cabo el desesperado Juan.
Desde entonces nuestro amigo
no era el mismo hombre hablador y divertido que había sido. Aquello le había
convertido casi en un zombi callado y taciturno, que ya no tenía ilusión por
nada, sólo vivía para sumergirse una y otra vez en la zona del accidente, pues
decía que veía a su amada sentada en unas podridas tablas con su mejor sonrisa,
llamándolo para que se le uniera, que le
daba miedo su soledad, que había un submundo maravilloso, que merecía la pena…Más
que invitarlo lo llamaba a una obligación, a una felicidad de la que no podía
disfrutar a solas.
Una tarde en que nuestro
luminoso astro luchaba por no acabar sumergido en aquellas aguas procelosas,
Juan se sumergió y ya nunca más salió, no supimos más de él, ni se encontró su
cuerpo a pesar de que fue buscado con muchos medios y durante varios días.
Todo el mundo en la zona sigue
acordándose de esa pareja de infortunados amantes, pero con el deseoso consuelo
de que en algún lugar hayan encontrado la felicidad aquellas generosas y
alegres almas gemelas.