martes, 25 de septiembre de 2018

Otoño


Pasaron esos días entretenidos en la charla con los amigos, las cenas y barbacoas al aire libre a la tenue luz de las velas, los gritos y las risas de los niños jugando, y el de retomar aquel libro (obra maestra nos dijeron) que siempre abandonamos y que hemos dejado nuevamente inacabado.
                                                                   


Estamos en otro tiempo del que no nos dimos cuenta, hasta que al ir a coger  el coche una mañana, observamos que está cubierto de hojas secas, esas que un día fueron savias de un enorme árbol para luego vestir en todo su esplendor un verde lujurioso como es la propia primavera en su despertar.
                                                                      


Un día pasamos del vestir ligero y fresco, a abrigarnos un poco en las mañanas, hasta que de nuevo un sol del que creíamos habernos librado, nos recuerda que aún no está vencido, que todavía nos dará medios días y tardes calurosas.
                                                                     


Aquellos jóvenes adolescentes que se escondían de las miradas en los acantilados, que se juraron amor eterno y se prometieron que no caducarían sus besos, que lo suyo era serio, que era para siempre, aún no saben que al verano siguiente ya no se verán igual, que algo ha pasado, que el tiempo les ha jugado una mala pasada, aunque no serán conscientes de todo esto hasta mucho después.
                                                                    


Es lo que tiene el devenir de lo humano, acontecimientos encadenados nunca iguales, a veces ni semejantes, pero que van enderezando las líneas sinuosas de nuestra vida que nunca es recta, sino que va encadenando punto tras punto en una quebrada hasta aclarar qué trayectoria llevamos, aunque esto difícilmente sea visto  introvertidamente; siempre será otro, con mayor o menor fortuna, el que defina lo que hicimos y acertamos, o que cuente nuestros fracasos y negaciones.
                                                                      


En esta nueva estación en que volvemos a la realidad después del relajado verano, seamos nosotros mismos, disfrutemos con lo que hacemos sabiendo que no somos el mejor de la clase aunque aspirábamos a serlo, a tomarnos deportivamente que aquel puesto que creímos merecer se lo dieron a otro, a retomar todas las cosas que son importantes y que nos producen satisfacción, sin mirar con envidia o melancolía lo de los demás.
Disfrutar, divertirse a ser posible con lo que hacemos, contemplar sólo lo positivo de las situaciones y de las cosas, sacar partido a todo. Aún en lo peor, hay algo positivo.
Que el nuevo tiempo os traiga el desarrollo de todo lo bueno que tenemos y que muchas veces ignoramos.

martes, 18 de septiembre de 2018

Abuelete de vacaciones


Nos habíamos venido a Villajoyosa a pasar unos días para reponernos del intenso verano, por deferencia de mi nuera adjunta Viky (digo mi nuera adjunta porque es la hermana de mi yerno Santi y es ya una más de mi familia).
                                                                 


Nuestro primer día de playa empezó regular por lo que os voy a contar, ya que como todos sabéis, no soy muy de agua de mar ni de piscina, pero me armé de valor mentalizándome con que un baño me iría bien, y aquí estaba yo con mis escarpines para poder andar por esta playa de chinos dispuesto a darme mi primer baño.
La mar estaba un poco revuelta, pues en estos días amenazaban con una gota fría y el sol sólo asomaba emboscado por las nubes, pero yo ya me había decidido a darme el chapuzón.
                                                                   


Empecé a entrar poco a poco en las procelosas aguas del Mediterráneo, ya que aquí vas entrando  y de pronto viene un enorme escalón que hace que  el agua te llegue al cuello; no, no son tan delicadas como las del Atlántico, donde las playas en algunos casos se vuelven infinitas hasta que llegas a poder nadar un poco.
                                                                     


Bueno, a lo que íbamos.
Mi mujer más acostumbrada a todo tipo de chapuzones, me aconsejó diciéndome: “espera que venga una ola y te tiras.”
Y ya no me hice de rogar, sino que aprovechando la primera envestida de las aguas, me tiré sin encomendarme a Dios ni a los Santos, y pegué un enorme barrigazo contra los chinos, ya que no había ni un palmo de agua.
                                                                     


Me quedé tirado cuan largo era sin saber qué hacer, con las carcajadas de mi mujer que tapaban el rugir del mar, y yo más cortado que un boquerón en una carnicería.
Total, que cuando se serenó un poco, me ayudó a incorporarme mientras yo miraba hacia todos lados para ver si mucha gente me había visto en aquella pirueta tan estúpida, pero aquí cada uno y una iba a lo suyo, y yo con todo mi precioso pectoral arañado y señalado con las huellas que los guijarros habían dejado en mi cuerpo gentil, imperturbable, y con sonrisa estúpida en la cara  con ganas de gritar, no sé si de dolor o de ridículo.
                                                                     


Pero yo actué como lo hacen los hombres; me senté en mi butaca, me sequé, me puse mis gafas de sol y mi panameño, para a renglón seguido volver al apartamento escarmentado de atrevimientos.
                                                                      


No sé si hoy o mañana lo intentaré de nuevo, ya os contaré, pero la realidad es que no me han quedado muchas ganas, uno también tiene su orgullo.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Y acabó el verano


Fiesta y alegría antes de los besos y los adioses, y aunque la temporada de vacaciones acabó para los niños que ya se tienen que incorporar a la rutina del colegio y los madrugones, para los abuelos es ahora cuando nos podremos tomar unos diítas para reponernos, y nuestros hijos con un moreno de piscina y playas, a cerrar este paréntesis del verano.
                                                                 




Pero lo verdaderamente importante es que se han hecho nuevas amistades y se han reafirmado otras, que tendremos en mente los ratos y días pasados entre bromas, risas y buenos momentos, que el tiempo pasará volando y que los amigos y la familia se volverán a reencontrar y nos contaremos las cosas que nos han pasado, buenas y no tan buenas, y que se echarán de menos algunos amigos que no volverán porque se mudaron a otro sitio, y siempre les desearemos lo mejor.
                                                                   




Los viejos, que somos la memoria de lo pasado, comparemos este verano con otros igual de buenos, e inevitablemente nos acordaremos de los amigos que nos faltan, seremos testigos de aquella niña que conocimos de pequeña y ya es una gran mujer, de aquel joven callado y despistado que ha resultado ser un brillante estudiante, de esos vecinos que se mudaron y no volvimos a ver, y de otros benditos reencuentros siempre entrañables.
                                                                   
  
Y ya en la realidad, relamernos de esa gran fiesta de despedida del verano en nuestra urbanización del “Ariscal”, de la cacerolada del sábado muy de mañana para despertar a los vecinos y desayunar juntos (todo o casi todo organizado por dos súper abuelas, Encarnita y Asunción), chocolate o café con churros en la piscina, de cómo disfrutaron los niños con sus juegos y actuaciones, de cómo el amigo Juan nos montó un “Sálvame” auténticamente memorable, de este grupo de amigos que se consolida año tras año, de esa comida, donde todos comparten su comida con todos,  de confraternización, y de los brindis entre sonrisas y abrazos.
Sí señor, un magnífico verano que repetiremos, si Dios quiere, el próximo año.
Un abrazo a todos los amigos.

martes, 4 de septiembre de 2018

Se acabó


Siento que se acerca el nuevo amanecer, y quizás ¿Un día más? Ya no quiero, ya no puedo continuar con todo este padecer sin que me espanten las nuevas horas, los nuevos días, hasta los segundos y los instantes se me hacen insoportables, ya quiero, ¡por amor de Dios!, que todo acabe.
Aunque estoy inmovilizado en esta cama que tanto tiene de sepultura, aunque sé que no puedo abrir los ojos ni sentir las caricias de mi familia, todo lo escucho, todo lo entiendo, y lo peor o lo mejor es que todo lo sé; y es que en esta interminable espera sin reposo posible me siento más cuerdo que nunca, más clarividente que nunca fui.
Cuando me diagnosticaron la enfermedad hace como un año, hablamos largo y tendido mi mujer y yo, y sabíamos que podría llegar a esto. A este sufrimiento que me recome las entrañas y que me acuchilla de abajo arriba y de un lado al otro sin tregua, sin que un dolor sea peor ni mejor, todos terriblemente iguales, todos capaces de arrancar alaridos de cualquier humano, pero ni desahogarme gritando puedo.
                                                                   


Y hablamos de que cuando llegara el punto de no retorno, cuando ya sólo cabe esperar lo inevitable, me hiciera el sufrimiento corto y la muerte placentera, que no tuviera remordimientos, que me lo debía por el amor que durante tantos años nos habíamos profesado, que me dejase ir en paz, que me ahorrase lo que decía el médico de que “mientras hay vida hay esperanza”.
¡Ya, por favor, esposa mía!

“Esta noche me pareció tranquilo, pero la crispación de su rostro transmite  sufrimiento, y sé por lo que me dice el doctor que tiene  dolores terribles, que solo esperamos que le falle el corazón, que cada vez que le subimos la dosis de morfina lo acercamos a su fin, pero esto ya no puede continuar ni un día más, se lo debo.”

                                                                        


¿Cómo pasó la noche?
Igual a las otras, pero hay que acabar ya con este alargarle el dolor; ¿para qué? Para nada.
Mi ética profesional y mis creencias religiosas me impiden hacer otra cosa que lo que estoy haciendo; y te entiendo, no creas que soy ajeno a todo este calvario.

“Si él no le da ninguna solución a esto, yo estoy dispuesta a hacerlo, con su complicidad o sola.”
                                                                 



Mira Lola, te dejo estas dos jeringas cargadas con tranquilizantes, y cada hora le pones en la vía una rayita del émbolo, no más, pues entraría en un sueño profundo y la muerte sería inminente, y tú no quieres eso ¿verdad? Si hay algún cambio me llamas a la hora que sea.
Estaba atardeciendo cuando el médico recibió la llamada de Lola: “Doctor, creo que mi esposo ha dejado de sufrir”.
                                                                  


Este llegó a los veinte minutos, firmó el certificado de defunción, y retiró toda la parafernalia de aquel cuerpo, fijándose de que su cara se había transformado en una expresión de paz.
Por supuesto no dijo nada de las dos jeringuillas que reposaban vacías en la mesita de noche.