Era una de esas épocas en que sientes la soledad aunque estés rodeado de
gentío y ves cómo la depresión te asecha, pues no acuden a ti los pensamientos
positivos. El invierno se alargaba y no paraba de llover, por lo que se
aceleraba mi deprimente estado anímico.
Sonó el móvil. Ya casi no me acordaba de la última
vez que escuché la música de Mozart proveniente del aparatito.
-¿Si?
-Hola, ¿Cómo estás grandón?
-No sé quién eres, ¿Nos conocemos?
–Soy Bea, ¿Tanto tiempo ha pasado que no reconoces
mi voz? Bueno la realidad es que hace siglos que no hablábamos.
¡Cómo no la iba a reconocer aunque hubiera pasado más
de un año! El corazón se me salía a porrazos, ya que habíamos tenido una
intensa relación en los últimos años de facultad, y eso no lo podía olvidar
aunque me lo había propuesto y en este momento creía haberlo conseguido.
-¿Por qué no nos vemos y nos tomamos unas copas en
nuestros baretos de siempre?
No sabía qué decir. ¡A cuento de qué venía aquello!
Era reabrir una vieja herida, que aunque no sangrara podía infectarse.
-¿Te ha comido la lengua el gato? Tomarnos unas
copas y hablar de los viejos tiempos. No te voy a devorar.
Y como soy una nenaza y no tengo amor propio ni
voluntad, acepté la cita.
Me estampó un beso en los morros nada mas verme y yo
sin saber qué hacer con las manos me la apreté por la cintura sintiendo como su
cuerpo se adaptaba al mío en algo más que un abrazo. ¡Dios, que buena estaba!
Las copas que fuimos tomando de bar en bar nos
soltaron la lengua, por lo que entre carantoñas y arrumacos hablamos de lo
divino y humano de nuestras vidas.
Ya estábamos en esa euforia que antecede a la
borrachera, cuando como sin querer, nos metimos en un hotel del centro, y antes
de llegar a la habitación nos buscábamos con avidez de desesperados nuestras
intimidades, rompiendo botones y quitándonos los ropajes, hasta estar desnudos
antes de caer en la cama entre jadeos y besos ardientes de dos cuerpos que se
desean y se recuerdan.
Hicimos el amor como locos no sé cuantas veces hasta
quedar exhaustos, entrando en un sopor de guerreros después de una cruenta
batalla.
Miró el reloj disimuladamente y empezó a vestirse mientras
yo la observaba desde la cama sin ganas de que aquello terminara.
-Me tengo que ir. Mañana me caso.
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