Habían desaparecido unas joyas muy valiosas de casa
de mi hermana: Una pulsera de “pedida” increíblemente bella y dos anillos con
unos pedruscos enormes, según mi familia aún mejores que la pulsera. Todo era
heredado de la abuela y que le había correspondido en el reparto de esta entre
sus nietas.
De los varones ni se acordó, por eso yo sentí en lo
más hondo de mi parte malsana, una alegría por el suceso que jamás se me
ocurriría decir en voz alta, pues a mis quince años con la fama de rebelde y de
trasto que tenía, mi popularidad se hubiera venido al suelo.
Ni que decir tiene que se denunció el hecho a la
policía, la cual empezó a investigar lo de las joyas como si fueran las de
Catalina “La Grande” de Rusia, ya que además mi odioso cuñado mantenía una gran
amistad con el comisario jefe de la cercana Comisaría.
En aquella época donde no existían libertades de
ningún tipo,” todo acusado era culpable mientras no se demostrara lo contrario”,
por lo que a la primera que se llevaron entre llantos y negaciones fue a la tata de los niños para
interrogarla. Durmió una noche en el calabozo antes de dejarla libre, pero a
continuación fue a su novio a quien se llevaron, el cual devolvieron lleno de
moratones, por lo que con buen criterio ambos se despidieron de mi hermanísima
deseándole lo peor, pues mi queridísima seguía insistiendo con que habían sido
ellos.
Lo que ya no esperaba es que al próximo al que
llamara la policía fuese a mí, pues el dicharachero de mi cuñado le dijo a su
amigo policía, que yo dormía en su casa algunas noches, ya que daba clases particulares
a su hijo mayor y además me tenían para todo, pues a parte de llevar a los
niños al colegio y pasearles al perro, me tenían para cualquier cosa por las
cincuenta pesetas que me daban los domingos.
A mí me trataron bien pues fui con mi madre, pero me
insinuaron desde si yo había caído en la droga o necesitaba dinero para putas,
hasta prometerme con escogidas palabras, que si devolvía las joyas no me pasaría nada.
Fueron pasando los días entre el disgusto y el
recelo de toda la familia, aunque yo seguía ayudando en casa de mi hermana pero
sin quedarme a dormir, porque el dinerito que cobraba los domingos me venía de
perlas.
Un día paseando al perro observé, como este con un
hueso en la boca se perdía por un arriate de la plaza y lo escondía en un hoyo
profundo que parecía haber horadado ya otras veces como cueva del tesoro, por lo
que llevado por la curiosidad, cogí una rama y empecé a desenterrar las
porquerías que había escondido, y cuál no sería mi asombro cuando empezaron a
salir muchas cosas de mi hermana: un guante, una media, dos pañuelos y aquí
vino la gran sorpresa, pues aparecieron los dos anillos de la señora y la
pulsera.
Corrí como loco hacia la casa con el preciado botín
que todo lo aclaraba. Mi hermana me abrazaba llorando de alegría, pero al
cabrón de mí cuñado sólo se le ocurrió decir de la peor forma posible, que por
fin había recapacitado “el perro” y había devuelto lo que no era suyo.
Yo era joven y no quise contestarle, pero dejé de
acudir a su casa a pesar de la insistencia de mi hermana y de la falta que me hacía
el peculio.
Que Dios se apiade de los que han penado cárcel y
castigos sin culpa alguna y sin que los defiendan.
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