Habíamos acudido a la playa
como cada día de estas vacaciones del mes de Agosto, en que toda la familia compartía
descanso y comunicación, y como cada año esta gran fraternidad se reunía en la
casa que los abuelos tenían en esta playa estupenda de Barbate, en la provincia
de Cádiz.
Entre mayores y pequeños
éramos más de quince, y mientras los pequeños jugaban con la arena, los
adolescentes y mayorcitos se bañaban, y los padres, madres y abuelos charlaban,
leían, o hacían punto como la abuela y algunas de las hijas mayores.
En eso estábamos ya cercano
el medio día, cuando Mendi, unas de las pequeñas que se bañaba, vino corriendo
hacia nosotros, diciéndonos que había zombis que salían del agua, con las
consiguientes risas con que nos miramos,
pero después de este primer momento y con la niña en brazos, atendí hacia donde
me señalaba la pequeña, y pude ver cómo efectivamente salía gente del agua pero
no muertos, sino casi muertos pues eran inmigrantes que sabe Dios cómo habían
llegado hasta allí.
Me llamó la atención una
mujer que gritaba llorando señalando hacia el mar, y por sus gestos entendí que
hablaba de un niño, pero que salió corriendo hacia el rompeolas cuando salía un
joven con un pequeño agarrado a su espalda.
Había que hacer algo, pues
se les veía con frío y con sed, ya que acabaron rápidamente con las botellitas
de agua que habíamos llevado para los niños, por lo que los mayores fueron a
buscar mantas, bebidas y algo de comer para aquella pobre gente, mientras
llegaba la Cruz Roja a la que habíamos dado aviso.
Cuando llegaron éstos, ya
habíamos aliviado a estos once inmigrantes en lo más urgente, pero el médico
que también acudió con la Guardia Civil, dictaminó que los tres niños de la
expedición, una mujer y un anciano, necesitaban hospitalización.
Cuando ya se marcharon todos
y nos quedamos solos, eran pasadas las cinco de la tarde y nos dirigimos
cansados y cabizbajos hacia casa a comer algo también nosotros, que apenas
hablábamos, pues todo aquello había dejado una impronta de impotencia en
nuestro ánimo.
Ya enfilábamos el espigón
del puerto hacia el Paseo Marítimo, cuando vimos a un mendigo pidiendo bajo la
sombra de una raída sombrilla, y le mostré la evidencia de que al ir en
bañador no podía darle nada porque nada
llevaba encima.
El pobre hombre agachó la
cabeza en el momento que me decía: “Bueno, esos que habéis atendido en la playa
lo necesitaban más que mi familia, pero luego, mañana o pasado o algún día,
acordaos de mí, que yo también tengo hambre y sed, y no tengo trabajo con que
alimentar a los míos”.
Aquello me dejó pensando en
algo que aún viene repitiendo mi cabeza. Mirad alrededor; ¿Es esta situación
justa para esta pobre gente que vienen o los que ya están aquí?
Nuestra enferma sociedad
debe, tiene que cambiar para que no lleguemos a la desesperación de los que no
tienen nada, y que precisamente por eso, tampoco tienen nada que perder.
Demandar justicia, después,
donde no llegue ésta, cuando sea imprescindible, caridad.