Como a todos los niños les
encantaban los peces, esos seres ágiles y traviesos de múltiples colores que
corretean de aquí para allá sin importarles estar en el mar, en el río, o en
cualquier acuario, sea este chico o grande.
Olivia y Santi habían estado
disfrutando en el Oceanográfico de Valencia, con sus seis millones de litros de
agua, y un ecosistema marino tan dispar como las aguas del Ártico y el
Antártico, donde están representadas más de 500 especies con más de 45.000
ejemplares.
También conocían el Acuario
de San Sebastián, con ejemplares del mar Cantábrico, y el Acuario de Zaragoza,
dedicado por entero a la fauna fluvial, con representantes de los ríos Nilo,
Mekong, Amazonas, Darling y Ebro. Cinco ríos para cinco continentes.
Bueno, pues resulta que
desde entonces, estaban empeñados en que les compraran un acuario para casa,
pero debido al poco sitio que tenían en su piso de Madrid, el regalo llegó,
pero en forma de un pequeño acuario con siete u ocho pececillos de diferentes
colores, y los niños aprendieron a echarles de comer mientras pasaban muchos
ratos libres extasiados ante el valet que estos conformaban.
Pero sucedió que vieron,
cómo que cada vez que les echaban de comer, un pececillo amarillo se quedaba
excluido de alimento, ya que los demás empujándolo no lo dejaban, y aunque
intentaran echarle solo a ese, los demás nunca lo consentían, incluso había uno
especialmente feo que hasta le sacaba los dientes amenazante, por lo que nuestro
pez amarillo fue encanijando hasta quedar en los huesos, (perdón en las
espinas).
Los niños hablaron y
hablaron entre ellos para buscarles una solución. ¡Les gustaba tanto el pez
amarillo!
Después de varios intentos
fallidos, dieron con la solución, ya que cogieron un collar de cuentas de
colores que tenía su madre, y observaron que cuando iban tirando las cuentas en
la pecera, todos los peces la seguían creyendo que era comida, por lo que
aprovechaban para echarles sustento al pez amarillo cuando se quedaba solo, lo
que hizo que este se fuera poniendo grande, y llegó hasta el punto de
constituir una amenaza para los demás.
Aparte de la riña que Pilar
la madre dispensó a los niños por cogerle su collar favorito, vieron entre
todos de darles una solución a aquello, pues ahora era el pezaso amarillo el
que tenía amedrentados a los demás, que estaban flacos, flacos, de no comer.
Cuando la tita Viky se
enteró por Olivia del problema, sugirió a los peques que iba a hablar para
llevar al pez amarillo al Oceanográfico de Valencia, donde cada vez que fueran
lo podrían ver, ya que allí sí tendría más espacio por donde moverse y
contonearse y este pescadito que aunque no lo crean ustedes también piensa,
dijo:
“Soy
muy de irme sin hacer ruido de donde no se me quiere”
Pero bueno, aquí no acaba
todo, ya que el abuelo cuando se enteró y fue a Madrid, les llenó a los niños
el acuario de peces amarillos, que son los más bellos, sonrientes y esbeltos, e
incluso les sacó una canción:
“Tengo
un pescao amarillo, que me come a todas horas,
Tengo
un pescao amarillo, que es lo que se lleva ahora…”
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