Y como cada año, el final
del verano llegó con más o menos ganas, pero
inevitablemente.
Los hijos marchan de las
casas de los abuelos con los nietos incluidos, con lágrimas en los ojos, pues
lo que se creía para siempre se acaba, y hay que volver a la rutina; rutina del
trabajo, de los colegios, de las obligaciones al fin, y de soledad para los
mayores que vuelven a quedarse solos, como siempre, con los recuerdos que
aunque desordenados, ya se amontonan en sus dilatadas vidas, o en la sala de
espera de lo inevitable, vueltos a las rutinas de cada día esperando un “no sé
qué”, que llegará tarde o temprano.
Volver a los paseos
mañaneros, a la partida con los amigos, a los releídos libros de escritores de
culto, a las actividades que nos quieran conceder gratuitamente ayuntamientos y
diputaciones para tenernos ocupados, o callados que es lo mismo; dóciles, no vaya a ser que nos
quiten la pensión por revoltosos si nos movemos de la foto que tienen pensada
para nosotros.
Recorro la casa vacía ahora,
de risas, de llantos, de quejas, de palabras, de ajetreos propios de la vida.
Deseando esta tranquilidad y temiéndola, no vaya a ser que nadie se dé cuenta
de que existimos, de que respiramos, de que nosotros no nos hemos ido, de que
nosotros siempre nos quedamos para decir adiós, hasta pronto, cuidado en la
carretera, ¿Se te olvida algo?, llámame cuando llegues, que ese niño coma que
está creciendo, no te preocupes hija…, y una larga retahíla de frases que se
repiten en todos los adioses, en todos los retornos a la rutina diaria, en esas
tonterías que decimos los mayores y que nos escuchan como si fuera un
inevitable mantra.
Ya no nos fijamos al
encender la televisión en el tiempo que hará mañana, sino en la fila
interminable de coches entrando a paso de tortuga en las ciudades, como si a ese
monstruo de ciudad le costara tragar tanto vehículo, tanta gente que vuelve
para quedarse.
Y ya más tranquilos, nos
concienciamos de ese tremendo drama de los inmigrantes, personas de toda edad y
condición muriendo ahogados en el mar o contra unas alambradas donde la
desesperación los ha llevado; gente, humanos, seres vivos, hermanos, aunque a
algunos no se lo parezcan, aunque algunos los harían desaparecer hasta de los
telediarios, ignorarlos en sus tragedias, en sus huidas de la guerra, el
hambre, o de la opresión.
Que más nos da si no pasa
aquí, que se vayan a su tierra que ya estamos hartos de la inseguridad a que
nos someten, a la desazón que causan a
nuestras benditas almas de escogidos, de afortunados seres civilizados de la
vieja, de la elitista Europa de las mezquindades.
Volved a los escombros de
vuestras casas, a vuestras fosas comunes y rezad por vuestros muertos, dejadnos
tranquilos y seguid con vuestras guerras de salvajes que nunca debieron salirse de los reportajes de Naturaleza de la
“2”.
Y aquí estamos en este
último día de agosto, enfrentándonos a nuestros miedos, angustias, y soledades.