Llevaba unos días de vacaciones
en Chipiona, cuando me desperté muy temprano, como siempre, y después de
tomarme un café y ante el silencio que envolvía la casa y no tener un
entretenimiento mejor, decidí coger una butaca y mi panameño y dirigirme a la
cercana playa, pues aunque ya marcaba el termómetro 27º, la mañana despuntaba
estupenda, y a mí me gustaban estas claridades solitarias en el mar, antes que
todo quedase inundado de niños, padres y sombrillas.
Me senté cómodamente, visualizando
que sólo estaba acompañado en la distancia por algunos madrugadores gimnastas y la imagen de una solitaria barquilla por
barlovento.
Estaba tan bucólico el mar
con esas espumillas que morían a mis pies en la arena, que me planteé darme un
solitario chapuzón, y aunque me llevó un tiempo decidirme, me sorprendí a mí
mismo entrando como un valiente en el agua.
Nadé y nadé con todo el
cielo y el agua al frente, y cuando ya me sentí un poco escaso de fuerzas, me
quedé flotando dejando que las olitas jugaran con mi cuerpo.
Sin querer, me había
retirado bastante de la arena, por lo que a punto de volver a nadar hacia mi
butaca, vi como venía hacia mi posición una moto de agua que apenas pude esquivar,
recibiendo un refilón en la mano.
Bueno no era nada, menos
mal, pero apenas había dado unas pocas brazadas, cuando vi cómo era rodeado por
lo que parecían tiburones, por lo que presa del pánico empecé a bracear lo más rápido
que podía sin mirar atrás, cuando entreví como me adelantaba la moto acuática que lo había visto todo, y me
lanzó un salvavidas que no pude alcanzar, pues me había quedado enredado en
unas cuerdas que alguien había dejado sueltas por allí.
Al segundo intento conseguí
alcanzar el cabo que me tiraban, por lo que me sentí a remolque, con lastre y
todo, a gran velocidad. Ni miré a los escualos que me perseguían, observando
sólo la tierra que se iba acercando, quedando al poco agotado y tendido boca
abajo en la arena.
No sentía nada, hasta que de
pronto empezaron a dolerme unos pequeños pinchazos que me recorrían todo el
cuerpo, y al levantar la cara observé como enormes hormigas rojas me atacaban
por todas partes. Intenté levantarme pero no podía, aunque en un supremo y último
esfuerzo agotador, logré levantarme y quitarme las hormigas.
¿Qué hormigas? Me había
quedado dormido tan ricamente en la butaca, y el cuerpo todo rojo me dolía,
pues el sol ya quemaba. Vaya siestecita accidentada.
Me apetecía bañarme pues
sudaba a chorros, pero la pesada imagen onírica que acababa de tener, me hizo
conformarme con una ducha rápida.
Al llegar a casa no dije
nada por vergüenza, pero todos a la vez gritaron: “Te has achicharrado”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario