A los cincuenta años se
había quedado viudo y con un hijo de trece años con síndrome de Down, al que
dedicaba todo su tiempo que no era trabajo: lo llevaba temprano al autobús que
lo recogía para llevarlo al colegio de educación especial, y se iba al taller
de imprenta en donde era encargado, gerente, director y accionista, hasta que a
las cinco volvía a recoger a su hijo, con el que no tenía un minuto libre hasta
que lo acostaba a las nueve de la noche, y ahí empezaba sus únicos ratos de
asueto, que dedicaba a leer sobre la enfermedad de su hijo y a bucear por la
red, ya que pertenecía a un grupo de padres y madres con los mismos hijos-problemas.
Su rutina cambió cuando
conoció a una madre que había perdido a su hija con un problema parecido, por
lo que después de chatear un tiempo por “Skype” con ella, decidió conocerla en
persona.
Era una mujer morena de una
belleza madura, abierta, simpática y lo que mejor le parecía, que se veía
comprensiva y dispuesta a compartir sus sufrimientos, inquietudes y
obligaciones, por lo que empezaron a vivir juntos, hasta que un día por
presiones de ella se casaron, y entonces empezó todo a cambiar.
Ella empezó a delegar en empleadas
de hogar sus obligaciones con el chico, y a intentar vivir a lo grande, pasando
la mayor parte del tiempo fuera de su casa: compras, viajes, comidas y
caprichos que él pagaba sin rechistar, hasta que un día todo explotó a cuenta de
las desatenciones con su hijo y la escalada de gastos.
Esta mujer era una persona
desconocida para nuestro atribulado padre, que viendo que los ahorros de toda
su vida estaban en verdadero peligro por lo derrochador de su compañera, un día
pensó en qué hacer para salvaguardar el futuro de su hijo. Consultó a un
abogado y a un notario para poner todo lo que tenía a nombre de su vástago, nombró a un buen amigo como administrador, y
se hizo un gran seguro de vida de un millón de euros pensando en el futuro.
En su casa empezó a tener
broncas diarias con su mujer debido a que el dinero había quedado supeditado a
su sueldo, que después de pagar los gastos fijos, colegio, empleadas de hogar,
y todo lo básico, sobraba muy poco para caprichos y veleidades, hasta que un
día ella lo amenazó con matar a su hijo de una forma en que todo parecería consecuencias
de las secuelas de la enfermedad.
En la policía no le dieron
respuestas como no pusiera una denuncia, pero al no haber indicios de nada, ya
que sólo se veía una mala convivencia, no podían actuar.
Pasaron días, semanas, y
algunos meses en este estado de cosas, hasta que un día nuestro hombre, que ya
no podía más, se colgó con una soga de la lámpara del salón, y todavía pataleaba
cuando ella lo sorprendió de madrugada; llamó a emergencias, pero cuando
llegaron ya estaba muerto, dejando una
carta donde explicaba todo lo que acabo de contar.
Dicen algunos que el
suicidio es una cobardía porque estas personas no se quieren enfrentar a los
problemas, pero yo opino que hay que tener muchas agallas para ser capaz de
llevar a efecto este terrorífico acto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario