martes, 6 de agosto de 2013

Inocentes siestas infantiles

Como cada verano habíamos coincidido mi primo Juan, de once años y yo que era un poco menor, en la casa de los abuelos en el Aljarafe sevillano.
La siesta era un obligado cumplimiento desde las tres de la tarde a las cinco y media, pero mi “maestro” y yo, ya teníamos experiencias pasadas y sabíamos escaparnos del secular martirio para dedicarlos a la ciencia del saber y la experimentación, ya que él era un científico en formación.

                                                     

En veranos anteriores, ya incendiamos el establo del abuelo con el tema de los espejos de aumento que concentran los rayos del sol, y un poco de tiempo atrás no conseguimos que se aparearan un gallo y una coneja, aunque el problema fue entonces que se escaparon los animales enjaulados, pero si conseguimos que el perrito de la abuela volara por la cuesta de cemento con las cáscaras de nuez pegadas en sus pezuñas.
Aquel día de Agosto decidimos demostrar por qué un animal como el gato, no conseguía nunca abrir la jaula de los canarios y zampárselos.
                                                   


Como habíamos hecho siempre, saltamos por la ventana de nuestra habitación al patio interior, de donde descolgamos la jaula de los plumíferos, le atamos una cuerda y los lanzamos al pozo dejándolos sólo a un palmo del agua.
Yo me encargué de congraciarme con el minino que dormía plácidamente en el rellano de la escalera, y con caricias malintencionadas lo metí en el cubo de cinc, que servía para sacar el agua del pozo.
Pero el experimento fue un fracaso, ya que los canarios arrullados unos con otros no se movían y el gato en el fondo del cubo sólo maullaba lastimosamente sin atender a su cercana y tal vez certera cacería.
Pero aquella memorable tarde, todo acabó abruptamente cuando el abuelo nos descubrió, pero con tan mala fortuna que al salir por pies caímos en una gran montaña de excrementos que aquí llamaban estiércol.
Nos castigaron a sentarnos en aquel montón maloliente, hasta que en las primeras horas del ocaso, la abuela se apiadó de sus golfos nietos y nos dio una botella de gel y a golpes de fríos manguerazos pudimos librarnos del pestilente olor.
Mi primo escribió en su cuaderno de campo:
                                                     

    A) Los sujetos en estudio fueron llevados al lugar del ensayo con todas las garantías que el procedimiento requería.
    B) Nos resultó extraño que el gato teniendo tan cerca la jaula no fuera capaz de abrirla para zamparse a los canarios, y muy al contrario parecía la victima del experimento.
    C) La abrupta forma del final del procedimiento hace necesario volver a practicarlo, aunque habrá que buscar a un tercer colaborador para vigilar a los mayores e inexpertos familiares que se oponen a la ciencia empírica de los científicos en ciernes.
                                                

Ya en la cama y en animada conversación entre primos y con el persistente olor a mierda que el jabón no nos había quitado, decidimos que nuestras correrías merecían la pena, aunque fuéramos unos incomprendidos estudiosos de la ciencia.



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