Se llamaba Antolín; perdón,
lo llamaban. Su nombre completo era Antonio Mayoral Pinzón, apellidos de sus
últimos padres adoptivos, y cuando adquirió cierta popularidad entre convecinos
y lectores de prensa, nadie sabía de verdad de donde había salido, ni cuál era
su vida o mejor dicho su historial, a todas luces muy negativo para los biempensantes
y la gente de bonhomía, pero yo conocía su historia completa, aunque no os voy
a revelar mis fuentes. Ahí va.
De solo unos días, fue
dejado por alguien a las puertas del convento de San Leandro, (Sevilla), y
enseguida llegó a lo que entonces se llamaba “La Casa Cuna”, institución que
recogía a los niños abandonados y que los daban en adopción a deseosas familias
sin vástagos, como así sucedió con nuestro sujeto.
No se sabe bien lo que pasó,
pero con pocos años, volvió a la misma institución de la que había salido,
parece ser que por la separación o el divorcio de sus padres de adopción, o
quizás y también, porque ya desde muy pequeño era un ser sumamente “latoso”.
A partir de aquí y con el
tiempo, (pues nadie se interesó nuevamente en adoptarlo), pasó a una
institución tutelar de menores donde se inició en estudios básicos, hasta que
con sólo ocho años se escapó de esta casa de acogida, para volver harapiento y
desnutrido a la semana de haberse ausentado.
Se vuelve a marchar nuevamente
con nocturnidad y alevosía recién cumplidos los doce años, aunque esta vez su
motivo era una familia que había demostrado en sus distintas visitas a le institución
cierto interés por su persona, aunque estos, alarmados, delataron su huida,
aunque después de un periodo de dimes y diretes, acabaron por acogerlo en su
casa y en sus vidas.
Nuestro Antolín, puesto que
así empezó a llamarlo su nueva parentela, se percató de que no haría nada en la
vida si no se preparaba convenientemente, por lo que cambió a ser un muchacho
modelo por su comportamiento y sus brillantes notas en los estudios, los que
acabó un poco tarde, pero que le brindó la oportunidad de ingresar en la
universidad, en la rama de “Económicas y
Empresariales”.
Al aprobar el segundo curso,
consideró que ya sabía bastante de economía, por lo que se pasó a la carrera de
derecho, donde nuevamente abandonó a mitad del tercer año, para insistir a sus
adoptivos padres, para que hablaran con sus amigos más poderosos al fin de encontrarle
un puesto de trabajo, por supuesto bien remunerado. Y sucedió que al poco de empezar a trabajar, empezó a
presumir como si hubiese hecho sus dos carreras iniciadas y no acabadas en un
tiempo récor, lo que unido a sus iniciativas de líder y a su bien hacer con sus
responsabilidades, llegó al puesto de jefe del departamento financiero.
Sucedió que murió el dueño
de “Limpader,S.L.”, empresa dedicada a la “limpieza y restauración de espacios”,
como les gustaba definirse, sucediendo en el puesto de dueño y director el hijo
del fallecido, hombre indolente y disoluto que delegaba en todos, pues su
preocupación parecía que era acabar, o mejor dilapidar, la fortuna familiar de
su antecesor y padre, hombre que había sido sabio en la labor de amasar dinero,
pues sus contactos en la Administración del Estado, fueron muy fluidas y más
que beneficiosas para su actividad.
Corría el año 85 del siglo
pasado, y los conflictos reivindicativos y sociales se multiplicaban por doquier,
no siendo menos en la organización antes mencionada, de forma que el llamado “D.
Indolente” por los 250 trabajadores de la empresa, se encontró inmerso en una
huelga indefinida tremendamente salvaje y violenta.
Y un buen día de estos tiempos
convulsos, se presentó nuestro Antolín ante un jerarca sin ideas y agobiado, para
ofrecerse como persona idónea para acabar con el conflicto, aceptando el dueño
sus oscuras y poco ortodoxas propuesta, siéndole
concedida “carta blanca”.
Y vaya si lo acabó.
Reunió al Comité de Empresa,
a los que no consiguió amedrentar con un despido colectivo y el cierre
patronal, por lo que empezó a entrevistarse por separado con los miembros de
dicho comité.
A algunos los convenció con
dinero, a otros con amenazas, y hubo a uno que lo amenazó literalmente con “follarse
a su mujer y secuestrar a su hija”, por lo que acabó con la huelga en setenta y
dos horas.
Cuando la empresa volvió a
la normalidad, llegó como un triunfador y hombre plenipotenciario que lo
catapultó a la cabeza de la compañía, pues casi sustituyó y suplió en casi todo
al dueño, que por lo demás, siguió con su vida de vicio y depravación.
Nuestro Antolín, en este
tiempo, iba siempre acompañado por dos secretarios o mejor dichos
guardaespaldas, que actuaban como disuadidores ante cualquier conflicto
violento, pues los éxitos obtenidos con los trabajadores los trasladó a la
esfera de los negocios, dedicándose a
sobornar con cualquier método a su alcance sin importarle parta nada la ley, a
políticos, funcionarios, competidores, y hasta a algún ministro llegó el fango
de sus métodos.
Pero la suerte que tanto lo
benefició, un día le dio la espalda.
Lo que primero ocurrió fue,
que pillaron a su jefe y a estas alturas amigo y compinche de francachelas, con
un montón de quilos de cocaína en su coche y en una de sus oficinas, implicándose
nuestro Antolín más allá de lo conveniente, por lo que desquició sus métodos ya
de por sí desmesurados.
Cuando intentaba robar de
los almacenes judiciales las pruebas del delito, fueron sorprendidos por la Guardia
Civil, iniciándose un tiroteo que acabó con la vida de Antolín y tres de sus
secuaces.
Nadie reclamó su cadáver,
por lo que acabó en la fosa común, y nadie le lloró.
Pobre hombre. Al final, no
mereció la pena.
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