lunes, 24 de diciembre de 2012

Nochebuena imaginativa


Nada de lo que eran las cenas de la Nochebuena de mis tiempos de juventud prevalece ahora, empezando por la propia materia prima.
Cuando decíamos que nos gustaría comprar unas angulas no nos referíamos a las gulas actuales, ni la gamba blanca de Huelva tenía nada que ver con estas que nos inunda los mercados procedentes del Índico o vaya usted a saber de dónde, que aunque más baratas no saben a nada, o esos pollos enormes y de carnes rojas que nos mandaban del pueblo, con el que teníamos para varias comidas en esos días de Navidad, ya que al no tener buenos congeladores había que consumirlo sobre la marcha o el jamón del que se compraba un cuarto de kilo como mucho, pero tenía un aroma y un sabor diferente al mejor actual.

                                                              
También en mi casa se solía hacer algunos años un lomo de cerdo relleno que no se si sería por el hambre, pero que nos sabía a comida celestial.
Los postres en esos días eran la caja de tres kilos surtida de mantecados, polvorones, roscos de vino y alfajores, y una barra de turrón de Alicante(duro) y otra de Jijona(blando), que no se reponían cuando se acababa.
Para beber, Oloroso y vino fino de Jerez, y para los postres sidra “El Gaitero” y una botella de anís y otra de coñac que cuando se acababan se acababan.
Hasta aquí los recuerdos, pues ya en las circunstancias actuales con mi hijo y mi nuera en paro, casi todo tiene que salir de la magra pensión mía, o sea del abuelo.
Para la cena de tan señalado día, somos: La familia de mi hijo, cuatro más mi consuegra, mi hermana soltera, mi mujer y yo. O sea ocho personas, ya que mis nietos comen más que nosotros.

                                                                
Yo tenía en el congelador una merluza de cerca de tres kilos, unos langostinos y una gran cabeza de rape que compré aprovechando una puntual oferta de Mercadona, con lo que preparé de primero una magnífica sopa de pescado y marisco, con su huevo duro y sus picatostes, de segundo la merluza rellena en salsa de almendras, y los aperitivos eran un picoteo de aceitunas, rabanitos, un surtido de patés que trajo mi hijo que ignoro cómo los compró (al ir a tirar las latas vacías me di cuenta que eran comida gourmet de gatos, pero no dije nada y la realidad es que estaban muy buenos), también chacinas variadas que aportó mi hermana. Para beber cerveza, mosto y un oloroso que me habían regalado. Mi  consuegra de su paguita, aportó una botella de anís y otra de coñac.

                                                               
Mi familia es muy alegre a pesar de las contrariedades, así que entre bromas, villancicos navideños y un rato de televisión, pasamos una magnífica noche.
Para el día de Navidad, nos comimos lo que sobró de la noche, más un arroz que hice con casi todo lo que quedaba en la nevera.
Menos mal que la paga me la ingresaron al día siguiente, con lo que ya ando administrando para preparar el fin de año de este maldito 2012.
Muchas felicidades a todos y que no nos quiten la alegría.

lunes, 17 de diciembre de 2012

El cumpleaños


Por fin llegaba el gran día tan anhelado en que cumpliría sus dieciocho años. Ya sería mayor de edad, por lo que podría votar, ir a la guerra (Dios no lo quiera), irse de casa, pero lo que más le tiraba era sacarse el carnet de conducir.
No podía quejarse de la vida, pues sus estudios iban viento en popa, era bien parecido por lo que las chicas se le daban bien, y sobre todo tenía unos padres y una hermana que lo adoraban.

                                                            
La noche anterior a su cumpleaños se fue a la cama temprano, y mientras llegaba el sueño leía un librito de poemas que le habían prestado, con lo que poco a poco se fue quedando dormido.
Despertó muy temprano, con ansiedad sin saber por qué, quizás con la euforia de su gran día y al incorporarse observó que tenía un paquetito muy bien envuelto en la mesilla de noche, con una tarjeta que decía: “La vida es corta, busca la felicidad antes que tu tiempo se agote”.
Desenvolvió el paquete un poco nervioso, y descubrió un puzle de los difíciles, pues aunque solo era de cincuenta piezas, no tenía dibujos, era de espejitos y ya que era muy temprano se dispuso a hacerlo, aunque le intrigaba que no hubiera remitente en el extraño regalo.

                                                              
Conforme se aplicaba en encajar las primeras piezas, vio como iban apareciendo los bucles dorados de un pequeño bebé. Siguió buscándole acomodo a los pequeños espejuelos mágicos y observando como lo que parecía un niño se iba convirtiendo según iba encajando piezas en un muchacho que tenía algunos de sus rasgos.
Ya tenía completado casi la mitad, cuando aquel muchacho que reflejaba los trocitos se iba convirtiendo como por ensalmo en un hombre maduro.
Se le iba acelerando el corazón conforme completaba cada pieza, pues en cada encaje, se iba modificando el hombre que ya sin ninguna duda era él, pues era un fiel reflejo propio lo que los espejos le devolvían.

                                                                   
Su atemorizada mano fría atenazaba cada miniatura como si al ponerlas, fuera envejeciendo su joven cuerpo. Por fin completó las últimas piezas, con lo cual ya el conjunto reflejaba a una persona  mayor bastante castigada por la vida, pues aparte de las múltiples arrugas de aquella cara que parecía hablarle, el rictus de tristeza de los labios y aquella mirada glauca le pusieron los pelos de punta.
Se quedó un rato hipnotizado sin poder apartar la mirada del conjunto de trocitos que habían conformado un espejo, donde la cara reflejada se movía conforme el se apartaba. No podía ser.

                                                          
El puzle se fue oscureciendo y daba la sensación de que se contraía consumiéndose y deformando aún más aquella cara, hasta que acabó desapareciendo con unas pequeñas llamas azuladas.
Volvió a la cama llorando sin saber muy bien porqué, y con la mente tremendamente confusa por lo que acababa de ocurrir. Y así se despertó, pues con gran alivio por su parte, había soñado aquello tan terrible, pero jamás olvidaría la frase de la tarjeta:
”La vida es corta, busca la felicidad antes que tu tiempo se agote”.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Colores



Tenía la suerte de estar acompañado por toda la familia el puente pasado de la Constitución y la Inmaculada, por lo que disfruté, dentro de los límites de mi rehabilitación posquirúrgica, de mis nietos. Una de esas tardes me puse 
a dibujar y colorear con mi nieta Olivia lo que se nos ocurría.
Coloreamos los árboles de verde, a las casitas blancas les pintamos tejados rojos, de otros colores a los niños jugando en columpios y toboganes con sus madres al cuidado, a los coches, el río y todo lo que se nos vino a la mente les dimos colores más o menos apropiados.

                                                                
Estábamos ya un poco cansados de este pasatiempo, cuando se me ocurrió preguntarle a mi nieta de qué color sería la risa, y ella hizo un largo borrón de rosa, luego le dije el llanto y pintó lunares azules, los besos y los pintó de rojo y ahí dejamos el tema pues mi nieta ya quería otra actividad.
Pero ya yo en mis cosas, me quedé pensando en el código de color que daríamos cada humano a los diferentes sentimientos, sensaciones, comportamientos, hechos, y demás abstracciones que revolotean a nuestro alrededor. ¿Habría un solo color para todo y todos, o cada uno de nosotros  vería cada cosa de su personalísimo tono? Se me ocurrió que el cielo todo el mundo lo vería azul; pues tampoco. Lo vemos blanco, con nubes negras, amarillo de tanto sol o rojo en los crepúsculos, etc.

                                                                
Y entonces acordándome de las noticias leídas en el periódico por la mañana, empecé a elucubrar para mis adentros pensando en darle a cada titular de la prensa un color, aunque a muchos se nos antojara ponerlos todos sobre fondo negro.
¿Qué color ponerle a los desfalcos y robos continuados de políticos, banqueros, ex presidentes de la CEOE, constructores, jueces, yernísimos y cualquier otro espécimen que se me haya olvidado?
Creo que si le diéramos el color peor que se nos ocurriese, no seríamos capaz de sacarlo ni de la paleta de Murillo. Imposible.
¿Y si se nos ocurriese ponerle color a la Prima de Riesgo, al rescate bancario, a las torpezas de algunos ministros?
Pero más difícil sería dibujar y colorear a tanta gente cabreada, a tanto parado, a nuestros jóvenes mejor preparados que se nos van al extranjero a hacer “turismo” según una diputada súper enterada, a nuestros jubilados que le mordisquean la magra pensión desde cualquier esquina del estado, a nuestros enfermos dependientes, a… y a…. tantos y tantos decepcionados y tristes por lo que nos está pasando con esta puta clase política falta de ideas y en muchos casos deseosas de desmontar nuestro estado del bienestar para que sólo estudien los niños de papá, y que los enfermos que tengan dinero se curen y los demás se mueran, y que sólo los poderosos puedan mantener litigios en el juzgado, pues ellos sí los pueden mantener.

                                                             
Y nos faltarían pigmentos para dibujar la decepción del que cada vez trabaja más y gana menos, la de gente que luchó por los derechos de los trabajadores y ven cómo se los han cargado de un plumazo retrocediendo treinta años, de los que les quitan los pisos y los dejan en la calle, las caras de la gente cuando acude a comer a un comedor social o va a un banco de alimentos o acude a Cáritas.
Por favor, a ver si sois capaces de ponerles colores a todo esto, ya que yo he gastado todos mis lápices oscuros y los bolis de tinta negra se han secado del uso.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Mamá, cuéntame...


-Venga Olivia, ya a dormir.
-Mamá es de noche, no veo la luna y tengo miedo. Cuéntame un cuento. Pero uno que sea entre rojo claro y celeste pardo, que son los que más me gustan.
-¿Y por qué crees que los cuentos tienen colores?
-Hija, mamá, no sabes nada. Si no tuvieran colores ¿Cómo los ibas a ver? Incluso los que sólo tienen letras también dejan entrever colores, y risas cuando son alegres y lágrimas cuando hablan de tristezas. Algunos dicen hasta cosas que nunca han pasado ni pasaran.

                                                           
-Bueno venga, no te enrolles y dime cual te cuento.
-Si mamá, hasta algunos son musicales y mientras los dices suena una musiquilla de fondo.
-”Esto eran dos hermanos que andaban perdidos  por la nieve buscando ¿Qué estarían buscando de noche y con el frío?… “
-Ese no me gusta porque lloro y creo que soy yo y mi hermanito Santi.
-Tú me contabas antes uno sobre un barquito de caramelo, con su vela de chocolate y que surcaba el mar azul para salvar a todos los niños que caían al agua y no sabían nadar.
-Olivia, no me acuerdo de ese cuento ¿No te lo estarás inventando?
-Bueno da igual porque todo el mundo se inventa los cuentos.
-¿Quieres que te cuente el de “Dulce niña” que siempre te gusta?

                                                              
-No. Cuéntame cuando voy a ver a tita Viky, y a los abuelos, y que me compraran patatas en el bar de los chicos, y que íbamos a las burbujitas y que nos montábamos en los columpios y que la abuela me decía “Ay Dios mío de mi arma.” Y que estábamos todos, y Santi y que jugábamos a la “Rueda churumbel” y que me hacíais reír hasta que tenía hipo, y hacíamos muchas fotos y que el abuelo me decía: “A que te pillo y te como” y yo salía corriendo muerta de risa y …
-Ya tengo sueño mamá. ¿Me das un besito y hasta mañana?
-Hasta mañana princesa.

martes, 27 de noviembre de 2012

Desde el otro lado


Y pasé la fina hebra que separa a los sufrientes o enfermos de las personas sanas. Llevaba casi un año con terribles dolores por causa de una artrosis de cadera, mentalizado y dispuesto a operarme cuanto antes, ya que lo único que me paliaba el terrible dolor eran los parches intradérmicos de morfina, pero seguía embutido y desesperando en una lista de espera interminable que nos afecta a todos menos a los poderosos o al Rey, de forma que moví todas mis influencias para adelantar en lo posible el implante de mi cadera nueva.

                                                                              
Llegó el día en que casi dormido por la epidural y escuchando porrazos de martillos, sierras, y demás artilugios traumatológicos, me estaban arreglando mis maltrechos huesos.
Lo que vino después no me lo esperaba. Con unos dolores enormes a causa de mi estreñimiento, lo propio de la cadera, e insomne durante varias noches, solo tenía alucinaciones y pesadillas, donde los hierros de las ventanas se convertían en horribles artilugios de guerra o en instrumentos de tortura, cualquier sombra o grito era para mí inmediatamente una amenaza. Estaba perdiendo la chaveta.
En esos días, he llegado a sentir la angustia del deseo final de acabar con todo y pronto, sentirte exhausto y rendido en la lucha contra el dolor, llegando a no valorar la vida.

                                                                                
Pero ya en casa, en estos momentos de convalecencia, he retomado la ilusión gracias sobre todo a mi mujer, y a tantos de ustedes, amigos, familiares, conocidos, y anónimos blogueros, que tienen el valor de leerme, que me levantáis el ánimo hasta olvidarme de la enfermedad.
Gracias a todos, por vuestras palabras de ánimo y vuestro cariño. Sin ellas, no hubiera remontado tan rápido a este otro lado de la línea, donde gente sana o con costurones, nos tomamos un descanso para meditar sobre la terrible fragilidad humana.
Afortunadamente, yo he tenido la suerte de tener todo este tiempo y pendiente de mí a “mi doctora favorita”, a mi ángel de la guarda, mi yerna adjunta Viky Ïñigo, pues con sus palabras de ánimo y siguiendo sus sabios concejos, está favoreciendo que mi recuperación sea más segura y rápida.
¡Gracias a todos!

En Villanueva del Ariscal, a 27 de noviembre del 2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Su mejor regalo



Era su cumpleaños, y la familia le preguntó qué quería de regalo por dicha efemérides. “Ya lo pensaré”, respondió, “pero por favor no me compréis nada hasta que yo os diga, no me agobiéis”.
Fueron pasando los días y le seguían atosigando con el susodicho regalo, y es que no lo tenía nada claro. Lo pensaba, y es que la realidad era que le daba vergüenza que le regalaran algo que no necesitaba, un capricho, con la que estaba cayendo a su alrededor.

                                                                 
Cada día los periódicos y la TV informándonos de desalojos, gente llorando con niños y ancianos que le quitaban su última seña de identidad: la casa. Personas como cualquiera, que habían pasado de tener un pequeño negocio o un buen empleo, a dormir entre cartones y comer de los restos de comida que encontraban en los contenedores.
Personas con cultura y carrera haciendo cola en un comedor social, con el cuello del abrigo levantado para que nadie le reconociera, con la vergüenza en el gesto y la desesperación en la mirada.

                                                            
Había sido compañero de colegio. Lo reconoció pero no fue capaz de  acercarse a saludarlo. Toda la vida luchando y encontrarse con cincuenta y ocho años en esta vergonzante cola de desesperados que necesitaban alimentarse, comer lo que fuera: hoy, mañana, pero sobre todo el hoy, ya no le cabía más desesperanza, ya no creía en el futuro. Esto era una muerte lenta en un camino hacia ninguna parte.
Ante la presión familiar, fue y se compró un reloj en el Corte Inglés, reloj que no llegó a quedárselo. Lo enseñó a propios y extraños, lo volvió a meter en su caja y lo descambió, recuperando el dinero que la familia se había gastado.

                                                                
Algunos días después, se acercó al comedor social donde había visto a su amigo. Entró y preguntó si podía echar una mano, y lo aceptaron como cocinero los martes, jueves y sábados de once a cuatro.
El comedor dependía de Cáritas, a donde llegó el dinero de su cumpleaños y este trabajo sin remunerar que a él le encantaba, ya que en vez de jugar al dominó en el local del pensionista, se entregó en cuerpo y alma a los que lo necesitaban.
Nadie en la familia volvió a preguntarle por el reloj, pero se le notaba en la mirada que había recibido el mejor regalo de su vida.
Y llegó a plantearse que otra forma de vida era posible, que nos sobran tantas cosas como les falta a nuestros prójimos, que hay para todos. Que si prescindiéramos de todo lo superfluo, a nadie le faltaría comida, vestido, cama, sanidad y educación.

                                                               
Si cada uno de nosotros fuese capaz de convencer a otra persona de esto, esta crisis, esta miseria tendría arreglo. Ni los políticos, ni el FMI, ni el BCE, ni Bruselas, ni la jodida Merkel nos pararían. No los necesitamos. Sólo nosotros somos los responsables.
Vamos a por ello.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Aquellas risas


Me encanta ver los videos donde los chavales se dan sus bromas, pero ahora igual que antes, si de la broma no se enteran todos y se hace historia en forma de comentarios, no es considerada como tal. Ahora los chavales tienen sus móviles con cámara digital, con lo cual las imágenes en tiempo real,  llegan en unos minutos al último rincón de la tierra, por lo que las canalladas de mis tiempos eran diferentes.
Hay una, que recuerda la familia perfectamente.

                                                                
Estábamos pasando el mes de Julio como cada año en la casa solariega de mi hermano Eduardo y  Margarita, junto con todos sus hijos más la novia de alguno y nosotros tres, cuando no se le ocurre otra cosa a mi sobrina Mª Estrella, que ante una enorme discusión con Eduardito que la estaba cabreando sobre manera,  volcarle por la cabeza los huevos para tortilla que estaba cocinando mi mujer. La niña salió corriendo a esconderse, ante el cachondeo generalizado de las mujeres, por lo cual empezamos los varones, que nos posicionamos con el niño, a tirarles todo lo que había en la nevera.
Todo volaba: Tomates, yogures, frutas, etc., con lo que se parapetaron las féminas en el cuarto de baño. Mi hermano se encerró en su dormitorio para inhibirse del conflicto que se avecinaba.
Las atacamos psicológicamente cortándole la luz, dos se quedaron pertrechados de todo a la espera de que salieran, y los demás nos fuimos a nuestro escondite secreto, donde teníamos gran cantidad de petardos, cohetes, y alguna que otra bombita fétida.

                                                               
Empezamos, todavía a oscuras, metiéndoles por el respiradero del wáter y por debajo de la puertra los cohetes y alguna bombita, con lo que de cierta forma la obligamos a plantearse la escapatoria de semejante ratonera. Nosotros estábamos preparados para esta contingencia, con lo que cuando mi mujer, muy despacio abrió dos dedos la puerta, le entraron por el escote dos tomates y en la cara medio cubito de agua.
A la vez habían traspasado la puerta varios petardos y un cohete, que aún hoy se puede ver donde explotó. Dentro de la guerra psicológica de manual, amenazamos a la Fernández con explotarles los petardos dentro del mejor jarrón chino que tenía, herencia de doña Filomena, abuela materna de la cabecilla de la rebelión.
A todo esto mi hermano se había levantado dando gritos, pues nos mostró como un pico de su colcha ardía, pero no la apagaba para enseñarla como prueba, con lo cual el servicio de bomberos, esta vez con manga y casco, intervino apagando el desaguisado, encendió la luz y pidió la paz a los contendientes, que con un cachondeo increíble, asistíamos a la bronca de mi hermano, el cual muy digno, se volvió a recluir en su dormitorio.
Ya podéis imaginaros como habíamos dejado toda la casa y el cuidado césped de mi cabreadísimo hermano.

                                                                  
Entre risas y contarnos mutuamente lo que no habíamos visto, limpiamos toda la casa, pero ahora venía lo peor; Teníamos necesariamente que ducharnos, eran las tres de la mañana, y es que el agua que había en el chalet era de un pozo cercano que llenaba un depósito y de ahí al calentador.
Nosotros los hombres valientes del Santo Ángel de la Guarda, nos duchamos con agua fría de la piscina y nos bañamos ante la bronca del dueño de la casa, que amenazaba con no se qué cosa de la posible avería de la depuradora.
Pero la mala suerte quiso, que mi queridísima cuñada se quedara sin agua enjuagándose el cabello, con lo que sin pensármelo dos veces corrí en su ayuda, cogí la manguera de la piscina, le di presión y se la metí por los barrotes de la ventana del cuarto de baño, llamado a partir de entonces “el del lago Tiberiades”.
Que buenos días pasábamos juntos, siempre de risas, de bromas “inocentes”, y con mi hermano en continuo enfado de trapense.
Ah, se me olvidaba contar que a la mañana siguiente de aquel día mi hermano me echó de su casa, con lo que hubo que delimitar la parte de mí cuñada Margarita e irnos “desconsolados” a su mitad.

                                               Yo afeité la 1ª vez a Elias

Bueno, tampoco quiero que penséis que mi hermano era un ogro, pues siempre se arreglaban las cosas en el bar “Pitraco” frente a unas copas de manzanilla de Sanlucar y unos platos de Jamón Ibérico, un buen queso y unas gambas de escándalo. Eso sí. Casi siempre tenía que pagar yo para penitencia de mis pecados y arrepentimiento del mal ejemplo que daba a los niños.
Después de tantos años aún lo contamos entre risas y ante  gente asombrada por nuestra capacidad de diversión. 

lunes, 29 de octubre de 2012

Domund



Como cada año, se acercaba la fecha en la que el  colegio de los Hermanos Maristas, nos daba huchas con formas de cabezas de indios, negritos y chinitos a todos los voluntarios que quisiéramos salir a pedir para las Misiones Católicas de todo el mundo.
Nos reunimos cuatro amigos de la clase, para ser ese año los campeones del colegio, pues el año anterior nos quedamos a muy pocas pesetas de ser los mayores recaudadores. Este año ganaríamos nosotros, porque teníamos una estrategia.

                                                                             
La primera parte fue ofrecernos voluntarios al hermano Claudio para ayudarle a traer toda la propaganda que correspondía al  colegio para la cuestación desde la calle Don Remondo, lo cual hicimos con mucho gusto, ya que nos permitió tener más banderines, escudos y demás parafernalia que nadie, y para el plan de la mesa que pensábamos poner nos venía de escándalo.
Ya teníamos localizada la mesa petitoria, el mantel, la gran bandeja de plata del centro y lo que era más importante y manteníamos en absoluto secreto, el sitio donde instalaríamos todo esto. Ya que en las puertas de las iglesias no podía ser porque las señoras de las parroquias ponían la suya, se me ocurrió ponerla en la Plaza del Duque, en la acera entre la confitería de mi padre y el Hotel Venecia.

                                                                            
Una semana antes ya estaba todo preparado, incluso yo había hablado con algunas de las señoras mas riquitas del barrio, para pedirle que dejaran su óbolo en nuestra mesa; pero nos dieron las notas de la quincena el domingo antes, y las mías aunque buenas, me habían situado en el puesto número once de la clase, y de ahí vino el problema que yo no esperaba.
Cuando llegué con las notas a la tienda de mi padre  y entre varios de mis amigos como escuderos, se las entregué dispuesto a aguantar el chaparrón, pues él quería que yo fuera de los cinco primeros del curso, de forma que me hizo entrar a la trastienda donde me dio todas las guantadas que quiso hasta que se cansó, pero lo más duro fue cuando me castigó a no salir a pedir en el Domund, después de todo el trabajo que me había tomado.

                                                                            
De nada sirvieron la mediación de mis amigos y la de algunos de sus padres, por lo que tuve que ver desde la puerta de la tienda como montaban la mesa y me miraban con lástima mis compañeros, pues habíamos trabajado duro para ser los mejores.
Quedamos en que yo me llevaría mi hucha a la tienda para ver de pedir a la gente que entrara a comprar, lo cual impidió mi padre escondiéndome al chinito, así que tragándome mis lagrimas de hombre de diez añitos pasé uno de los peores días de mi vida.
Lo que nunca supo, fue que le quité un montón de dinero en moneditas para al día siguiente echar algo en la hucha y que no llegara vacía al colegio. Mis amigos no consintieron que me retirara de la mesa por no haber podido echar una mano, lo que nos castigó nuevamente a los cuatro  al segundo puesto.

                                                                                 
Pero ¿Sabéis qué? Aquello contribuyó a que cimentara entre nosotros una profunda amistad que mantuvimos hasta que salimos del colegio para que cada uno siguiera su camino de adulto.
Esto que escribo, me lo recordó uno de aquellos amigos del colegio que me encontré la tarde de un sábado de octubre en la boda de una sobrina. Me comentó, que nunca en su vida pudo olvidar aquel episodio de   cuando estábamos en Ingreso, antes de empezar el bachillerato. Yo tampoco.

viernes, 19 de octubre de 2012

Qué nos pasó


A pesar de estar en ropa interior, no sentía el frío de este otoño convertido fugazmente en invierno polar. Observaba con la mente ida, en blanco, como la luna aún no se había ocultado y ya un tímido sol apuntaba sus primeros rayos a través de pequeñas y algodonosas nubes. Miraba todo esto desde el balcón de la casa de mis padres en una décima planta. ¿Qué hacía aquí?
Sin tenerlo totalmente claro, deseaba solucionar los problemas en forma de caída al vacío, pero no tenía cojones. El móvil seguía sonando desde la noche anterior y no sólo no lo cogí sino que lo desconecté. No quería hablar de nada con ella ni con nadie.

                                                               
La infeliz coincidencia, quiso que el día anterior me olvidara unos documentos en mi domicilio y al entrar sin avisar en casa, por las prisas, me encontrara a mi mujer a brazo partido y casi desnuda, en el sofá del salón abrazada a un vecino que vivía desde hacía poco tiempo en el adosado contiguo a mi chalet. ¡Qué mazazo sentí en todo mi cuerpo!
¿Qué haríais ante estos hechos o circunstancias?
Yo me vine de momento a este deshabitado piso a pensar. Llevábamos juntos diez años, casados seis, y teníamos un hijo de nueve años y la pequeña Marisa de cinco.
Cuando ya las piernas me flaqueaban y tenía el frío metido en las entrañas, me decidí a entrar y echarme en un sillón, rompiendo a llorar no sé si de pena o rabia, como antes nunca lo había hecho.
De una forma refleja, me metí en la ducha y estuve un rato bajo el chorro de agua fría, pues estaba apagado el calentador. No la sentía, me daba igual.
Instintivamente me vestí, cogí el coche y me dirigí a mi casa.
Los niños no estaban, sólo mi mujer con cadavérica cara de haber estado llorando y no haber dormido en toda la noche. No dije nada, sólo me senté frente a ella con una copa de coñac, pues temblaba como una hoja arrastrada por el viento, y la sensación de frío se me hacía insoportable.
-¿Qué haremos?, dije sin mirarla.
-Lo que tú propongas me parecerá bien, dijo, pero me gustaría que me escucharas y luego decides.

                                                              
-Esto que he hecho, es una tontería en un momento en que estaba desmotivada en nuestra relación. Ni lo quiero, ni se me ocurrió en ningún momento dejarte por esta aventura absurda que ni sé como llegué a consentir. Fue un momento trágico, en que pensé “¿Por qué no? Me ayudará a ver si lo sigo queriendo después de tantos años, los últimos por cierto, de una monotonía que me tenía asqueada de mi misma, pues seguro que yo tengo mucha culpa de haber llegado a esta situación”.
-La autentica realidad de mi corazón, es que te quiero más que a mi vida, aunque no sé si después de esto te servirán de algo mis palabras, pero he descubierto que sólo a tu lado la vida, mi vida, tendría sentido.
Hubo un largo silencio en que con mano temblorosa vacié la copa de un golpe. Estaba confuso, era un macho herido y casi muerto.
-No sé si merecerá la pena darnos otra oportunidad. Luego también están los niños, pero es de nuestro espacio del que estamos hablando y el que hemos olvidado. Quizás las preocupaciones diarias por nuestros hijos, nos han hecho olvidarnos de nosotros que somos el generador que alimenta nuestra convivencia, y por qué no decirlo, también nuestra felicidad.
-Empecemos de cero, como si hoy comenzáramos a conocernos, me dijo tendiéndome la mano que yo dudé en tomar durante un tiempo que me pareció una eternidad.

                                                           
Pasó el invierno y todas las estaciones de un montón de tiempo de nuestras vidas. Y aquí estamos después de cuarenta años de convivencia. Tuvimos dos etapas en nuestra relación, marcada la segunda por aquel infortunado hecho del que nunca más volvimos a hablar.
La quiero; nos queremos. Tenemos tres nietos preciosos en donde volcamos nuestro cariño. La gente que nos ve siempre agarrados de la mano nos envidia por querernos después de tantos años. A nadie le importa los kilos de leña que hemos echado en nuestra caldera para mantener esto tan difícil que es la convivencia de dos personas que se aman.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Una historia verdadera


(Dedicada a Mª del Carmen Carmona y a Carlos, su marido)

Como cada lunes desde hacía algún tiempo, me encontraba a las puertas de la Casa Cuna, institución que disponía de un consultorio gratuito materno-infantil y de un centro de acogida para niños que por diferentes motivos estaban allí, y  que dependían para casi todo de esta noble casa.
Con el coche cargado hasta los topes de productos dietéticos, libritos con concejos a las madres, y mucha propaganda que le era de gran utilidad a esta institución sin ánimo de lucro, me dispuse a descargarlo todo en el almacén del consultorio.

                                                            
Ya había casi terminado, cuando me di cuenta de que una pequeña, negra como el carbón y de unos cinco años, no me quitaba la vista de encima.
Ya había terminado, y después de hablar con los pediatras y las monjas del consultorio, la niña seguía allí mirándome. Me acerqué y le pregunté:
-¿Cómo te llamas?
-Susi, me contestó.
-¿Quieres que vayamos al puesto a comprar chuches?
-Bueno, me dijo dándome la mano.
Se lo dije a la monja, y me autorizó a ir con ella hasta un puestecillo ambulante que había a las puertas de los jardines de la Casa Cuna.
La realidad es que estaba muy cortado con aquello, pero ya en el puesto le compré de todo lo que quiso.
Íbamos ya de vuelta cuando le pregunté:
-Te divertirás mucho jugando con tantos niños, ¿No?
-Mi madre viene muy poco a verme y no me quiere, me soltó.
-Eso no puede ser. Lo que pasa es que tu madre estará trabajando mucho y por eso a lo mejor no puede venir a verte todo lo que quisiera.
Ya estábamos llegando y le dije:
-Bueno, yo también me tengo que ir a trabajar ¿Nos veremos otro día?, le dije dándole un pellizquito en la barbilla.
-Yo vivo aquí.

                                                            
Salí de allí con el cuerpo malo, angustiado por imaginarme la vida de la pequeña en aquel cuartel. La próxima semana me informaría más a fondo, aunque no sabría decir qué me impulsaba a esto. Ya sabía que los niños que por muchos motivos eran abandonados allí por sus padres, se daban en adopción. Pero yo no tenía ninguna intención de… ¿O sí?
Pasaron varias semanas y cada vez que iba al consultorio, la niña, Susi, me esperaba en la puerta. Yo le compraba siempre chucherías, hablábamos de sus juegos y también me dijo que estaba aprendiendo a leer para “trabajar de monja”. Un día me dijo al despedirme de ella:
-Me quiero ir contigo.
Salí corriendo con las lágrimas rodándome por la cara. Estaba totalmente confuso y lloraba de la pena que sentía por mí mismo, por cobarde. Yo no quería profundizar en aquello, pues no estaba seguro de querer implicarme completamente en todo lo que significaba.
Un día se lo conté todo a mi mujer. Nosotros ya teníamos una niña, pero ella me dijo:
-Piénsalo bien, porque si la niña entra en esta casa, ya no sale.
Estaba obsesionado con aquello, me superaba. Le pedí cita al director de la Casa Cuna, Dr. D. Antonio González Meneses, y quedamos en vernos en su casa después de la consulta.
De entrada, me dijo que ya sabía a lo que iba, pues aparte de que él me había observado en el consultorio con la niña, también se lo habían contado las monjas.

                                                                
Me dijo que el padre de la niña era un yonqui y que su madre se prostituía para poder pagarse, él la droga y ella el coñac, pues era alcohólica en un estado casi terminal. Cada vez que habían intentado dar la niña en adopción, no se había podido, pues poco más que querían vender a su hija para tener una fuente de dinero que les pagara sus vicios. Me aconsejó que me olvidara del tema, pero ante mi insistencia me dio una dirección donde podía ver a la pareja y hablar con ellos, si es que no estaban "puestos". Tenía que tener cuidado, pues él era muy violento bajo el síndrome de abstinencia.
Vivían, si aquello se podía llamar así, en un cuartucho de una destartalada casa semirruinosa junto a la Alameda de Hércules.
Allí me dirigí al día siguiente, pero   no había nadie, aunque un vecino me dijo tras pedirme una propina, que paraban en un bar dos casas más allá.
Cuando entré en aquel tugurio, no tuve que preguntar, pues sólo ellos estaban, espatarrados en una mesa con una botella por delante. Se me había pasado el miedo y los nervios. Estaba totalmente sosegado, y así me dirigí a ellos y con total tranquilidad me presenté y les dije cual era el motivo de mi visita.
Ella no dijo nada, pues casi estaba dormida de la borrachera que tenía encima, pero él se me encaró de muy malas formas, preguntándome cuánto dinero les daría.
Le expliqué mi intención y la de mi mujer de adoptar legalmente a Susi, de cuidarla y quererla como a una hija, y que el dinero que hubiera que dar lo daría a través del director del centro.
Se echó a reír con los ojos inyectados en sangre, y jugando con una navaja automática me escupió con grandes gritos que si quería adoptar a la niña, quería quince mil pesetas mensuales, y que cuando se acabara el dinero se llevaban a la chica, “Papeles y firmas ninguna, pringao”, me dijo.
Perdí totalmente el control, me acerqué a donde estaba diciéndole los peores insultos que se le pueden decir a un hombre que se precie de tal,  me amenazó con la navaja y sin pensar a lo que me exponía,  le estrellé una silla en la cabeza antes de salir corriendo de allí como un loco.
Cuando paré asfixiado, ni sabía el tiempo que llevaba corriendo ni donde estaba. Apoyado en una farola, recuperé el sentido de las cosas, me senté en una cafetería frente a la basílica de la Macarena, y me bebí dos whiskies que me llevaron a las lágrimas.
Hace muchos años de aquello, pero nunca lo olvido ni lo olvidaré. Me imagino la vida de alegría y felicidad que esa niña hubiera llevado en mi casa, junto a la gran familia  de titos, primos y abuelos que formamos, y con la misma calidad de vida que hemos dado a nuestros hijos. Ahora  tendría o tendrá la misma edad de mi hija.