viernes, 5 de mayo de 2017

El impresentable

Con una zafia sonrisa mirando a través del gran ventanal de su nuevo despacho, se dijo con una copa de brandi en la mano:” Al fin lo conseguí”.
No le importaba para nada cómo lo había conseguido ni los cadáveres que fue dejando a su paso, ni por supuesto tenía ningún tipo de remordimientos.
                                                                


Con dieciséis años, cuando decidió que ya sabía suficiente, y acabado el instituto  le planteó a sus padres: “Quiero trabajar, no voy a estudiar más”.
                                                                     


Era un muchacho rubio, siempre bien peinado, con una sonrisa que infundía proximidad y confianza, y siempre correctamente vestido; su aspecto era inmejorable, por lo que su madre, persona con influencias por pertenecer a una famosa cadena de tiendas, decidió buscarle un empleo,  pero no quería ponérselo fácil, por lo que le dijo a un amigo director de una gran empresa de publicidad: “Quiero que le des trabajo a mi hijo, pero no quiero un buen puesto para él, sino que empiece por lo más bajo, que lo putees a ver si escarmienta y lo hago volver a los estudios”.
                                                                  


Y así fue como empezó a trabajar siendo chico “para todo”, ya que repartía el correo, llevaba cafés, reponía el material de oficina, hasta limpiaba los servicios si así se lo ordenaban; el primero en llegar y el último en irse, siempre educado, correcto, y con una gran sonrisa que ocultaba la mala leche que tenía por dentro.
                                                                        


Pero todo esto no lo hacía por nada, sino que medraba para llegar, de forma que   fue recogiendo datos, enterándose de comentarios de aquí y de allá, conociendo en profundidad a todas las personas que trabajaban allí para conocer sus puntos flacos, y empezó a ser el confidente infiltrado del jefe, que hacía buen uso de los datos que este le proporcionaba para echar  empleados, chantajear a otros y demostrar que era el hombre que todo lo sabía de todos, ya que quería ser temido y no amado.
                                                                      


De esta forma, nuestro rubio “chico para todo”, fue escalando puestos de la misma forma que tan buenos resultados le había dado, y la guinda del pastel la puso cuando denunció a su jefe y protector con un gran dosier que le valió el despido fulminante de este y su ascenso a la dirección.
                                                                     


La realidad de la empresa cambió radicalmente en este convulso tiempo, ya que las mejores mentes fueron despedidas o se pasaron a la competencia, de tal forma que al año de estar nuestro trepa en la cúspide, los dueños y accionistas en vista de que las cosas no marchaban, encargaron una auditoría interna que sacó toda la mierda a la superficie, y el despedido fue nuestro arribista amigo.
                                                                       


Era todavía relativamente joven, pero fue dando tumbos de un lado a otro, hasta que un buen día, solo y desesperado, se emborrachó con su brandi favorito, se encerró en el garaje de su lujoso chalet y se suicidó inhalando monóxido de carbono de su deportivo.
Nadie le lloró ni lo echó de menos. Fue enterrado sólo con la presencia de su anciano padre y los empleados de la funeraria.

Quien mal empieza, mal acaba.

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