lunes, 27 de agosto de 2012

Hormonas revueltas


Hormonas revueltas
Estabas enamorada hasta las mitocondrias celulares de Nacho. Tu cuerpo y tu mente sólo vivían para esperarlo, verlo y si podías porque estuviera de humor, hablar con él de cualquier tontería que se te ocurriese.
Todo había empezado al principio del curso con la proximidad de su asiento y el tuyo, que propició que le explicaras algunos problemas de matemáticas que él no entendía.

                                                                
No era un tío espectacular ni de guapo ni de alto, pero  a ti te había enamorado esa seguridad que emanaba de todo lo que hacía, que se revertía en el liderazgo que volcaba de forma natural sobre sus compañeros.
Y tú Charito, no sabías qué hacer para que te devolviera tus atenciones: sonrisas, miradas con caídas de pestañas incluidas, y todas esas cosas que ponéis en marcha las mujeres cuando queréis algo o a alguien. Y lo último fue, cuando en el ascensor los dos solos, vino hacia ti. Tu cerraste los ojos esperando un beso, pero el sólo quería marcar el botón de un piso superior al que tú ibas y que estaba justo a tu espalda. ¡Qué chasco y qué vergüenza!
Esto te sirvió para cambiar totalmente de táctica y convencerte de que ya que todo esto no había funcionado, mostrarías por él un total desapego y desprecio. Ya no te arrastrarías más.

                                                            
La primera ocasión propicia se presentó un sábado, en una barbacoa que había organizado tu amiga Censi en su chalet, para celebrar su cumpleaños. Tú estabas siempre en el lado contrario donde él se ponía, hablando y coqueteando con todos los que tenías a tu alrededor.
Se organizó un partido de wáter-polo en la piscina, y él estaba en el otro equipo. En una de las jugadas, cuando ibas a marcar, él te pegó una enorme ahogadilla que te hizo tragar agua y que te dolió en tu amor propio, por lo que saliste del partido hecha una furia y le dijiste ¡Imbécil  tonto del culo!
Cuando se acercó para pedirte disculpas lo mandaste a la mierda.

                                                              
Bueno, aquello prometía, aunque tu cabreo era más que real, así que cuando empezó la música tú te enrollaste con el más pijo de la clase, incluso bailabas las lentas más pegada de lo normal. ¡Que se joda!
Al acabar aquello, te quiso acompañar Nacho a tu casa, pero tú te agarraste al brazo de Javi y le dijiste sin mirarlo que os ibais por ahí.
Después de aquello las tornas se habían cambiado, y ahora era él quien intentaba agradarte y acercarse por todos los medios a su alcance, pero la realidad era que algo había variado dentro de ti.
Lo que empezó como una tontería para dar celos, se convirtió en una nueva realidad con Javi. Habíais empezado a salir con regularidad y se os veía muy enamorados, hasta que un día Nacho a la salida de clase, se plantó ante ellos con los brazos en jarra y le espetó a gritos: “Charo, no pudo vivir sin ti, te quiero con toda mi alma. Si te pierdo me mato”.  
Todos se quedaron en silencio y tú cortadísima sin saber que hacer o que decir, así que saliste corriendo en dirección a tu casa.

                                                                  
Luego vino el verano, las vacaciones y tú te marchaste al pueblo con tus padres a casa de los abuelos. Te vino bien porque necesitabas pensar.
En el curso siguiente entraste en la Facultad de Derecho y perdiste el contacto con casi todos, incluidos Nacho y Javi, pero fue dos años después cuando te lo encontraste, a Nacho, en un fiestorro de tu amiga Paula. Os quedasteis parados el uno frente al otro sin saber que decir y evaluando los cambios que se habían producido en vosotros.
Al fin él dio el primer paso; te cogió por la cintura arrimándote muy pegada y muy fuerte, dándote un beso tornillero de película italiana.
Al fin triunfó el amor, y como decía mi madre, “quien la sigue, la consigue”, y yo no podía dejar de contar vuestra historia ahora que hacéis vuestro aniversario.
Cuando leáis este relato os reiréis besándose, si es que el pequeño Tomi os deja.
Bien está lo que bien acaba.

sábado, 18 de agosto de 2012

Cuento a Olivia


Estoy pasando un delicioso mes de Agosto en compañía de toda mi familia, jugando con mis nietos en la piscina, haciéndoles tonterías para que se rían, paseándolos en el columpio y todas esas cosas que solemos hacer los abuelos cuando tenemos a nuestro lado a tan agradables enanos.
Una costumbre que ha cogido mi nieta Olivia, es que cuando va a acostarse, pasa por mi habitación para darme las buenas noches y para que le cuente siempre el mismo cuento. El zapatero.
Es un cuento sacado de un DVD que se llaman Cantajuegos, y que resumiendo se trata de un zapatero que recibe la visita de un genio que le enseña una canción, de tal forma que si la canta bajito le salen zapatos pequeños y si la canta fuerte puede hacer zapatos enormes.

                                                                 
Bueno, pues con la idea de acostarse lo más tarde posible, me lo hace repetir un montón de veces y me dice riéndose que se lo cuente “otra vezzz”.
Pues bien, la otra noche le dije: “Vamos a contar el cuento de otra forma más acorde con la realidad”.
“Erase un zapatero que  anunciaba por internet que podía hacer cualquier tamaño de zapatos, con lo que recibía multitud de peticiones, unas más raras que otras, pero ese día le solicitaron  unos zapatos enormes para un gigante de diez metros de altura. Después de constatar que él no podría fabricarle unos zapatos tan enormes por más canciones que cantara, mandó al gigante a la sección de tallas grandes de “El Corte Inglés”.

                                                              
Este enorme cliente, vivía en un castillo adosado de la calle Gente Especial s/n, con lo que la policía municipal  tuvo que montar un dispositivo enorme para que pudiera acceder tan difícil cliente a los grandes almacenes: El recorrido sólo por grandes avenidas, cortar la circulación de automóviles, poner dos motos con sirenas detrás y delante, y otras minucias propias del traslado urbano de gigantes.
Una vez llegado al sitio de la compra, se situó en una plaza cercana sentado, para así poder probarse los zapatos que el departamento correspondiente tenía en la azotea del edificio, aunque el hubiera preferido subir por las escaleras mecánicas para pasearse un rato.


                                                              
Había poco surtido, se quejó, pero se quedó después de varias pruebas con unos botines rojos que le quedaban bien aunque le molestaba un poco el dedo gordo del pié izquierdo, por lo que se los volvió a quitar, y para sorpresa de todos, salió una dependienta sofocada del zapato que le molestaba, diciendo: “Estaba amarrándoles los cordones y me caí dentro. Menos mal que no le olían los pies”.

                                                               
Como el gigante resultó contento y agradecido, le regaló al zapatero 1.000 acciones de Bankia, que no sabemos lo que valdrían.
Pasados unos días el zapatero recibió otro encargo curioso, y eran unas sandalias para un ser muy pequeñito que ya conoceréis por otros cuentos; un “yerbito”.
Aquí tampoco el zapatero pudo hacer gran cosa a pesar de que cantó en todos los tonos que sabía infinidad de canciones mágicas, por lo que recurrió a una tienda especializada en miniaturas llamada “Mínimo”, situada en el centro de la ciudad.
De tan especial traslado  se encargó él mismo, por lo que se dirigió hacia el parque donde el yerbito tenía un loft donde vivía acompañado de todos sus congéneres.
Metió al pequeño en una cajita de esas de joyería donde iba muy cómodo echado en un cojín, por lo que sin incidentes dignos de mención llegó dormido a la tienda. Había muchos zapatitos, pero todos le venían grandes, por lo que el zapatero tuvo que trabajar duro para adecuarlo a sus medidas irrisorias. En agradecimiento el yerbito le pagó con “Acciones Preferentes”, que vete tú a saber cuándo cobraremos.
Después de estos encargos tan especiales y tan bien resueltos, al zapatero le llovieron los encargos, montó una fábrica de tallas especiales con cincuenta empleados, y ya nunca más ni tuvo dinero, ni  ya nunca  pudo dormir la siesta.
Y este cuento no se puede acabar diciendo “fueron felices y comieron perdices” porque estas aves son una especie protegida, por lo que tuvieron que comer ensalada mixta y sushi”.
Y entonces dijo Olivia:
-Abuelo, estás loquillo.


                                                              

sábado, 11 de agosto de 2012


Recién amanecido, totalmente desconectado en la cama y con la mente en blanco. ¡Qué felicidad! No quería moverme de este momento donde me extrañaba no escuchar nada, ni trinos, ni música, ni coches. Me debería levantar y no podía o no quería salir de mi relajada circunstancia.
Haciendo un considerable esfuerzo, me incorporé para retomar mi actividad normal  de un día cualquiera.
Di una vuelta por la casa y constaté que no había nadie de la familia, lo cual era raro a esta primera hora de la mañana. Fui a tomarme un café, pero era incapaz de poner la cafetera ¿Por qué?

                                                                           
Bueno esperaría sentado en mi sillón favorito a que apareciera mi mujer o cualquiera de mis hijos.
Había pasado lo que yo consideraba bastante tiempo, pero me sentía tan a gusto que dejé pasar los minutos sin sentir ningún deseo de hacer nada. La única función del tiempo es consumirse: arde sin cenizas.
Por fin decidí ponerme en marcha, así que me fui al baño para ducharme y ponerme en movimiento, cuando constaté que algo extraño ocurría, pues al ir a afeitarme vi como mi imagen no se reflejaba en el espejo. ¿Qué coño pasaba? Primero el café y ahora esto…
Me fui a mi despacho e intenté poner el portátil en funcionamiento, pero mi dedo no lograba apretar la tecla de puesta en marcha.
Ya esto era demasiado, así que me volví al sillón para tranquilizarme y pensar sobre todo esto  que me ocurría.

                                                                            
Al poco, escuché como se abría la puerta, y una tenue conversación llegó a mis oídos. Mis hijos intentaban cariñosamente de conformar a mi mujer de algo, por lo que me levanté y salí a su encuentro.
Que impresión. Sofi, tan alegre siempre, vestía de negro y por su cara sin maquillaje rodaban lágrimas de una forma descontrolada. Mis hijos con ropas oscuras y muy serios trataban de consolarla no sabía yo muy bien de qué, pero lo que más me sorprendió es que parecía que no me veían ni escuchaban mis preguntas.

                                                                                
¿Qué estaba pasando? Parecía que las penas procedían de algo que me atañía, pero no veía claro de qué se trataba.
Estaba realmente intranquilo, tenía que pensar en todo esto, pero poco a poco se iba abriendo camino en mi mente una certeza que no quería reconocer y aunque  sé que hay demasiada gente con miedo, yo no lo tenía.
Era eso. Ya no tenía cuerpo y era mi espíritu el que vagaba por mi casa. Ahora empezaba a darme cuenta de la cruda realidad; me había muerto. 

                                                                           
Bueno y ahora ¿Qué?
Me volví a serenar y una gran tranquilidad me invadió por todos mis poros inmateriales, y así de relajado pude ver como mi cuerpo, perdón mi espíritu, se iba disolviendo lentamente en la nada.
¿La nada? El hombre es el ser por el cual la nada adviene al mundo.
Lo que vino después no fue la nada, sino otra cosa sorprendente y  muy gratificante… Pero que me han prohibido contar, por lo cual,  se me acabó el tiempo del cuerpo y aquí se queda este relato que sólo el espíritu pudo terminar. 

sábado, 4 de agosto de 2012

De excursión a la playa


Vivíamos con lo justo, sin lujos, pero no por eso iba a dejar a mi familia sin playa en el mes de Agosto, claro que con mi trabajo y sin vacaciones, sólo podríamos ir los fines de semana, por lo cual cuando llegó el primer sábado nos dispusimos a coger el coche e irnos a Mazagón, una playa cercana y sin demasiado bullicio.

                                                              
Llevábamos casi todo lo necesario para pasar el día: sombrilla, butacas, toallas, alfombrillas, cubitos y palas, etc. La intendencia la componía una nevera con bebidas, fiambreras con filetitos empanados, salpicón de marisco, tortilla de patatas y varias cosas más que no vería hasta la hora del almuerzo.
Mientras desayunaban mi mujer y los niños, me acerqué a por el periódico y el pan, y eran sobre las diez de la mañana cuando nos pusimos en camino con una temperatura ya en Sevilla de 30º.
El camino resultó entretenido, pues entre las canciones, las adivinanzas, el “veo-veo” y todo lo que se les ocurrió a María y a los chicos, el viaje se hizo corto, y eso que hubo que parar dos veces para hacer “pis”.

                                                            
Bueno ya estábamos en la playa, así que cargamos con todo y fuimos hacia una zona tranquilita donde plantamos nuestra sombrilla. Los niños empezaron a jugar con sus palitas y cubos, no sin antes embadurnarlos de crema para que no se quemaran, y ya cuando nos quedamos en bañador mi mujer y yo, nos fuimos con ellos pertrechados de flotadores a darnos el primer chapuzón de la temporada. ¡Qué buena y limpia estaba el agua!
Y con juegos, pelota y baños, fuimos llegando a la hora de comer algo. Los refrescos y el agua estaban heladitos y la comida riquísima por lo que dimos buena cuenta de todo. Había que respetar la digestión-siesta, así que mientras los niños jugaban ante la vista de María que leía una novela, yo me eché un sueñecito.

                                                            
Estuvimos casi todo el resto de la tarde bañándonos y jugando a la pelota los cuatro, así que a una hora prudencial y ya bastante cansados de agua y sol, emprendimos el regreso antes que nos cogiera la tremenda caravana de coches que se formaba a últimas horas de la  tarde.
Y sin ningún incidente digno de mención, llegamos nuevamente a nuestra casa, donde entre los dos bañamos a los niños, cenaron algo de fruta y los llevamos a la cama; estaban reventados de día.
Ya más tranquilos María y yo, nos duchamos juntos por lo que fue imposible ponernos los pijamas, dándonos el premio del amor al final de aquel maravilloso día de playa con nuestros hijos.

                                                             
Y el lunes a trabajar, pues yo era uno de los escogidos que tenía un trabajo estable y medianamente remunerado, por lo que me abracé a María y me quedé dormido soñando con que lo único que deseaba es que todo siguiera igual para nosotros siempre.
¿Se pude esperar hoy en día mayor felicidad y alegría?