Como
cada día desde que estaba jubilado, se levantó muy temprano y se
dirigió a la cocina a prepararse el primer café de la mañana,
dándose cuenta que se había acabado el descafeinado y como sin este
brebaje no sabía empezar el día, se vistió para salir a tomarlo a
un bar cercano que abrían pronto.
Ya
que estaba levantado y había tomado su café, decidió dar un paseo
por el barrio. Iba pensando en su hijo, que con la que tenía encima,
pero sabiendo que le hacía mucha ilusión le dio dinero para que se
comprara la entrada del Betis-Barcelona, pues jugaban el próximo
domingo y hacía años que no pisaba un campo de futbol, pues siempre
el dinero se necesitaba para cosas esenciales.
Iba
ensimismado en esto, cuando observó a una pareja de ancianos que
rebuscaban en los contenedores de basura que había en el lateral del
supermercado y sintió el impulso irrefrenable de acercarse a ellos
para interesarse por sus penurias.
No
iban mal vestidos, incluso el hombre llevaba una ajada corbata que
seguro conoció mejores tiempos y ella con su pañuelo a la cabeza y
abrigo, se veían como una pareja normal de ancianos.
Le
dijeron que el dinero de su pensión era para sus hijos que en este
momento se habían desplazado a la recolección de la fresa, y que
ellos se habían quedado al cuidado de sus dos nietos ya mayorcitos,
en quienes gastaban los poquísimos recursos que les quedaban, por lo
que cada mañana miraban los contenedores del súper, en donde
encontraban cosas caducadas que estaban perfectamente.
Estuvieron
hablando un rato sobre los hijos, los nietos y la crisis tan profunda
que estábamos pasando, sin trabajo y lo peor es que les faltaba ya
ilusión para encarar el futuro de una forma valiente.
Arturo,
que así se llamaba mi amigo, lo decidió de inmediato. Sacó el
dinero que le dio su hijo para el futbol y se lo entregó a la pareja
que no querían aceptarlo, pero después de explicarles que era para
una entrada, lo cogieron con lágrimas en los ojos él y un llanto
desconsolado la pobre mujer, ya que con eso seguro que tenían hasta
que sus hijos volvieran hacia final de mes.
Mi
amigo continuó el paseo contento de lo hecho. Ya se le ocurriría
que decirle a su hijo, aunque este no llegó a enterarse de nada,
pues su padre se fue al bar de la esquina y vio el partido en la
televisión tan ricamente y con la conciencia tranquila pensando en
lo que había hecho.
Muchas
veces volvió a pasear por los mismos sitios, pero nunca más vio a
aquella pareja de ancianos, hasta que un día recibió en su casa un
magnífico libro antiguo muy bien conservado con una tarjeta sin
dirección que sólo decía “Gracias, amigo”.
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