martes, 30 de marzo de 2010

El sillón de orejas


Estábamos todos los hijos y nueras alrededor de mi madre, pues era viernes de Dolores y celebrábamos su Santo. Noventa y siete años. La pobre apenas se enteraba de nada y últimamente casi no contábamos con ella de lo mal que estuvo. Ahora estaba con una media sonrisa, pero ida totalmente.

Comimos todos a su alrededor. A mi hermano Eduardo, hubo que quitarle de delante la fuente de “ensaladilla de langostinos”, receta genial de mi hermana, y la de “bacalao al pilpil” que yo había hecho, y recordarle que tenía azúcar a la hora del postre, pues Pilar, la cuidadora de mamá, le había hecho una tarta de turrón que se la estaban comiendo entre mi hermano y Mª Teresa, la mayor de nosotros, también del selecto “Club del Diabético Dulzón”.

Mis cuñadas Margarita y Ana, Pilar mi mujer, y mi hermana Mary Carmen se estaban bebiendo varias cosechas de “Barbadillo”, con lo cual y como de costumbre les dio por ponernos “verdes” a los hombres de la familia, entre brindis varios del dorado elemento.

Después del café, mi hermano fue a echarse un sueñecito, las fumadoras salieron al patio y yo me senté en el viejo sillón de orejas, no muy cómodo, pues estaba pidiendo a gritos un tapizado. Al poco tiempo me sentí sumergido en otro tiempo.

Las de horas nocturnas sentado en el dormitorio con el libro de geografía por delante y el sueño cerrándome los ojos, procurando aprenderme las comarcas de Soria o de Albacete; los afluentes del Duero o los pueblos de Tarragona. Mi hermano Eduardo durmiendo con la luz encendida, esperando para preguntarme la lección. ¡Lo que a mí me importaba todo esto! O a mi hermano Francisco, ya fallecido y yo, sentados en este sillón rezando el “Santo Rosario” en el dormitorio de mis progenitores, pues estaba enfermo mi padre que a la vejez se había vuelto muy beato. Seguramente le remordería la conciencia por la vida de “tarambana” que había llevado y que nos había dejado en la ruina. Pero esa es otra historia.

Este sillón había pasado por todas las habitaciones de todas las casas en que habíamos vivido esta familia.
También recuerdo cuando Mary Carmen tuvo un reuma muy grave y yo pasaba horas y horas leyendo haciéndole compañía sentado en el dichoso sillón. Hasta recuerdo haber jugado con los soldaditos a guerras escondiéndolos entre sus cojines para que no los descubriera el enemigo, que era mi hermano menor que le tiraba tarugos, ya que el que abatiera a más del bando contrario ganaba.

Pero sobre todo recuerdo cuando me castigaban por casi todo lo que hacía, y me prohibían leer los tebeos del “Capitán Trueno” y yo los escondía en las entretelas del sillón para leerlos a escondidas.

¡Qué tiempos tan tristes! Y es que dinero no teníamos y siempre todo el mundo de mal humor y riñendo; pero sobre todo echaba de menos que en mi casa no había alegría.

Tantos días sentado en el sillón castigado sin salir a la calle a jugar con mis amigos. Tantas humillaciones de casi todos por cualquier cosa. Yo siempre era culpable aunque no supiera por qué. Yo era un niño en una casa de viejos. La única que me comprendía y me ayudaba era mi cuñada Margarita.

Por eso cuando ese día me atreví medio en broma a pedir el desvencijado sillón de orejas y me lo dieron, se me vino todo lo que acabo de contar a la cabeza y pensé que escribirlo me haría bien.

Ya que no me dieron el reloj de oro me quedo con el viejo sillón. Espero que mi mujer me deje ponerlo en mi “burbuja” cuando lo arregle.

jueves, 18 de marzo de 2010

La mala racha

Ya lo había cogido y guardado debajo de la cazadora, apoyándolo con el codo en la cintura para que no se le cayese. Miró hacia arriba buscando alguna cámara de seguridad y a los lados por ver si alguien le había visto cogerlo. No. No había nadie en este pasillo. Eran las 10,20 de la mañana y en la calle hacía mucho frio, pero él estaba sudando. Se tranquilizó mirando las estanterías y disimulando lo perentorio de salir por piernas de allí. Se dijo que esperaría a que hubiese más gente en el hipermercado y que no se le notara demasiado su angustia. Le dolía el brazo de tenerlo fijado a la cintura agarrando fuerte “el cuerpo del delito”.
En la “salida sin compra” había un vigilante jurado alto y ancho como la puerta de una iglesia. Aún no estaba preparado para salir con tranquilidad como si tal cosa. Fue a la sección de librería y empezó a hojear algunos ejemplares. Le encantaba leer. Cuando aún tenía trabajo, cada mes compraba dos o tres novedades de Novela Histórica, pues era leyendo como se relajaba después de las agotadoras jornadas de trabajo.
Al coger un libro y caérsele al suelo, varias miradas se centraron en él y se puso rojo amapola, pero rápidamente se recompuso y esbozó la mejor de sus sonrisas en forma de apurada mueca. Le dolía la cintura, el brazo y se le estaba movilizando el intestino y la próstata.
“Bueno si me cogen que le vamos a hacer, pero no puedo seguir así”.
Llegó el momento de salir cuando el enorme vigilante hablaba con una cajera. Trató de tranquilizar el paso, no mirar al seguridad y rezar lo que se acordaba para que las alarmas no funcionasen. Pasó y siguió andando cada vez más rápido sin mirar atrás ni creerse que había pasado la puerta sin problemas. Apretó el paso y se sentó en el banco de un jardín cercano. Respiró hondo mirando hacia la lejana puerta por donde había salido, por ver si notaba movimientos raros. Nada. Todo normal.
Se limpió el sudor de la frente con el pañuelo y fue entonces cuando sintió la baja temperatura que hacía. Se levantó y a buen paso inició el camino
de regreso a su casa. ¿Su casa? A pesar de haber pasado el peligro seguía sin separar el codo de la cintura, con el objeto apretado como si le fuera la vida en ello.
Llegó después de media hora larga. Por fin sacó lo robado y lo puso en la mesa. En ese momento sintió lo solo que se había quedado después de marcharse Ana y Toñito. Todo había venido junto: La pérdida del trabajo, del piso, la separación, ¿Qué más le quedaba que perder? Quizás la vida misma, aunque había decidido luchar a pesar de partir de cero. Y a otra cosa.
¡Qué hambre tenía!
Puso agua con sal a hervir y preparó la mesa: plato, tenedor, servilleta, vaso de agua y el bote de tomate que era lo único que tenía en la despensa.
Se quedó mirando lo robado; lo cogió en la mano, abrió el paquete y echó los macarrones en el agua ya caliente. Era lo primero que comía en cuarenta y ocho horas largas.
Ya pasaría la mala racha.