miércoles, 27 de noviembre de 2013

El Torreón

De toda la vida vivía en aquel caserón del centro de Sevilla, en donde antes habían vivido sus padres, abuelos, bisabuelos y toda la familia desde los lejanos tiempos de final del IXX, cuando vinieron sus antepasados huyendo de alguna guerra o conflicto del norte, concretamente de las Vascongadas.
La familia, en total cuatro con los niños, ocupaba de las dos plantas superiores sólo dos dormitorios en la primera planta y la planta baja completa, pero la verdad es que la casa se había vuelto inhabitable, pues no tenían suficientes medios económicos para mantener el palacete, por lo que se habían planteado venderla a una conocida empresa de informática que la rehabilitaría para su tienda.
                                                                           


La oferta de compra no era muy buena, pero era lo que había en estos años en que la burbuja inmobiliaria había pinchado y los precios eran un 40 % menor que hacía cinco o seis años.
Tenía que hacer un inventario de todos los objetos, muebles y cachivaches que se pudieran vender, por lo que no se le ocurrió mejor forma de empezar, que por el pequeño torreón que en el lado izquierdo de la casa era el lugar más alto y desconocido del destartalado edificio, pero el único problema es que no sabía cómo entrar allí, pues estaba cegada la ventanita exterior y por dentro no había escaleras.
Estaba mirando desde el interior el susodicho techo, cuando le pareció ver unas pequeñas hendiduras que conformaban un cuadrado de unos sesenta centímetros, por lo que pidió prestado unos andamios y se dispuso a intentar entrar por allí al torreón.
Al principio intentó empujar con todas sus fuerzas para abrir aquello y viendo que no podía, rompió a golpes la puertecita para acceder al interior provisto de una linterna y curiosear en aquel rincón donde seguro nadie había entrado en décadas
                                                                               


Al principio no veía nada pues la oscuridad y el desorden eran totales, pero poco a poco empezó a sacar una gran cantidad de cuadros que estaban apilados en un lateral y otros objetos decorativos raros, pero que pesaban lo suyo.
Ya lo había bajado todo a la estancia inferior y como la realidad es que no sabía lo que había encontrado, llamó a un antiguo compañero de colegio que había abierto no muy lejos de allí una tienda de antigüedades, para intentar catalogar de alguna forma el hallazgo.
Al perista no le hizo mucha gracia que le pidieran ese favor, pues él cobraba por valorar los objetos y de aquí pensó que no sacaría nada, por lo que se llevó la sorpresa de su vida cuando empezó a catalogar todo aquello, ya que una vez superada la impresión inicial, consideró que su amigo había encontrado un autentico tesoro en obras de arte, y que además estaba documentada su compra por un enorme fajo de recibos y facturas que lo acreditaban y que también aparecieron en el desván.
                                                                              


Gonzalo, que así se llama mi amigo, fue vendiendo en subastas y directamente a entidades y particulares todo aquello, haciéndose una pequeña fortuna, por lo que después de venderlo todo incluido el caserón, se compró un piso al contado y se permitió vivir desahogado el resto de su vida, ya que invirtió en negocios que le iban bastante bien y sus hijos pudieron estudiar carreras en el extranjero. Lo único negativo fue que se divorció de su mujer al enamorarse perdidamente de una condesita que le había comprado uno de sus cuadros.

“No todo pude salir bien”, decían sus envidiosos amigos. 

martes, 19 de noviembre de 2013

El sexo no tiene edad

Era, a su manera, feliz aunque vivía solo. Su mujer veinte años más joven que él, se fue con un hombre de su misma edad que la enamoró y que no tenía los achaques de los años de su exmarido. Nunca, después que se marchó, supo más de ella; ¡sería feliz en su nuevo estado!, y por eso no guardaba rencor ninguno, pero aunque nunca lo dijera la echaba de menos, ya que cuando la soledad no es elegida cuesta mucho sobreponerse.
                                                     


Vivía en una pequeña hacienda a pocos kilómetros de Huelva. Se entretenía cultivando, hasta que pudo, un pequeño huerto que le daba unas magníficas hortalizas, y un pequeño “harén” de gallinas que le obsequiaban con magnífica carne y sabrosos huevos.
Llevaba años viviendo solo, pues aunque sus hijos siempre quisieron que se fuera a vivir con ellos, el era muy celoso de su independencia, y además no quería ser un estorbo.
Cuando ya se sintió un poco disminuido en sus fuerzas, contrató a una panameña que le hacía la colada, le adecentaba las principales habitaciones y a ratos le daba compañía; eso sí. Siempre la invitaba a un buen ron de caña cubano, que era su bebida favorita.
En eso estaba uno de esos días, cuando un poco achispado le dijo a su amiga: “Me encantaría verte los pechos”, y ella sin dudarlo un segundo se los mostró en todo el esplendor de sus veinte años.
                                                   
     
A partir de ese día, todo cambió, pues él fue avanzando en la conquista de la mucama, a la que ella se prestaba solícita ante los caprichos sexuales de su jefe, llegando un día en que olvidadas las labores que se le habían encomendado, solo iba a meterse en la cama del viejo que había rejuvenecido treinta años, gracias a  su saber hacer en todas las delicias que a  él se le ocurrían.
Pero llegó un día que ella le pidió más dinero y él se lo dio. Otro momento en que le tomó la cartilla del banco y le hizo un pequeño descalabro, que aunque de momento le contrarió, le quitó importancia, pues sólo veía sexo y desfogue.
Un día que la esperaba con impaciencia, ella se presentó con un chaval mal encarado que dijo era su novio, pidiéndole todo lo que tenía de ahorros bajo la amenaza de contarlo todo a sus hijos y conocidos acusándolo de violación, en lo que ella estaba de acuerdo.
                                                   


Cogió una vieja escopeta de caza que tenía colgada en la pared, y los echó sin contemplaciones, para a renglón seguido, llamar al puesto de la Guardia Civil y poner en antecedentes al capitán del mismo, que le conocía de toda la vida.
Por suerte para mi amigo, cuando las fuerzas de seguridad fueron a buscar a la pareja de chantajistas, estos habían desaparecido, comprobando “in situ”, que los nombres y documentación de que disponían eran falsos.
A pesar de todo lo ocurrido, mi amigo Gustavo se ha recuperado, aunque ahora tiene una mujer del pueblo con cierta edad y poco apetecible sexualmente, pero más eficaz y más cumplidora en limpieza y atención, pero él ha encontrado la forma de desfogarse sin tanto compromiso.

Acaba de cumplir setenta y cinco años y parece un chaval.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Solidaridad, no caridad


Como cada día desde que estaba jubilado, se levantó muy temprano y se dirigió a la cocina a prepararse el primer café de la mañana, dándose cuenta que se había acabado el descafeinado y como sin este brebaje no sabía empezar el día, se vistió para salir a tomarlo a un bar cercano que abrían pronto.

Ya que estaba levantado y había tomado su café, decidió dar un paseo por el barrio. Iba pensando en su hijo, que con la que tenía encima, pero sabiendo que le hacía mucha ilusión le dio dinero para que se comprara la entrada del Betis-Barcelona, pues jugaban el próximo domingo y hacía años que no pisaba un campo de futbol, pues siempre el dinero se necesitaba para cosas esenciales.
                                                                  


Iba ensimismado en esto, cuando observó a una pareja de ancianos que rebuscaban en los contenedores de basura que había en el lateral del supermercado y sintió el impulso irrefrenable de acercarse a ellos para interesarse por sus penurias.

No iban mal vestidos, incluso el hombre llevaba una ajada corbata que seguro conoció mejores tiempos y ella con su pañuelo a la cabeza y abrigo, se veían como una pareja normal de ancianos.

Le dijeron que el dinero de su pensión era para sus hijos que en este momento se habían desplazado a la recolección de la fresa, y que ellos se habían quedado al cuidado de sus dos nietos ya mayorcitos, en quienes gastaban los poquísimos recursos que les quedaban, por lo que cada mañana miraban los contenedores del súper, en donde encontraban cosas caducadas que estaban perfectamente.
                                                                  



Estuvieron hablando un rato sobre los hijos, los nietos y la crisis tan profunda que estábamos pasando, sin trabajo y lo peor es que les faltaba ya ilusión para encarar el futuro de una forma valiente.

Arturo, que así se llamaba mi amigo, lo decidió de inmediato. Sacó el dinero que le dio su hijo para el futbol y se lo entregó a la pareja que no querían aceptarlo, pero después de explicarles que era para una entrada, lo cogieron con lágrimas en los ojos él y un llanto desconsolado la pobre mujer, ya que con eso seguro que tenían hasta que sus hijos volvieran hacia final de mes.
                                                                

 


Mi amigo continuó el paseo contento de lo hecho. Ya se le ocurriría que decirle a su hijo, aunque este no llegó a enterarse de nada, pues su padre se fue al bar de la esquina y vio el partido en la televisión tan ricamente y con la conciencia tranquila pensando en lo que había hecho.

Muchas veces volvió a pasear por los mismos sitios, pero nunca más vio a aquella pareja de ancianos, hasta que un día recibió en su casa un magnífico libro antiguo muy bien conservado con una tarjeta sin dirección que sólo decía “Gracias, amigo”.


lunes, 4 de noviembre de 2013

La justicia no es para pobres

Mi amigo Alberto tiene una pequeña finca a las afueras del pueblo donde vivo, y el otro día me contaba el pobre, los robos que está teniendo y que por lo visto no tienen solución o sí, alguna solución personal que puede llevar a juicio al ofendido.
Me contaba que venía observando que le robaban naranjas y no podía coger a los culpables, hasta que una mañana cogió infraganti a un sujeto del pueblo que ya había metido en el coche un saco entero de las mismas.
                                                   


Le hizo devolverlas aunque no quería y como encima lo chuleaba, se lió a darle guantadas hasta hacerlo entrar en razón, para acto seguido irse al cuartel de la Guardia Civil a interponer una denuncia. A la pregunta del agente de cuantos kilos le habían sustraído, el contestó que unos cuarenta, y cual no fue su sorpresa cuando el agente le contestó que hasta trescientos kilos no había delito y que era absurdo que pusiera la demanda.
Poco después se llevaron de una pequeña habitación del campo, seis jaulas con diferentes especies de aves cantoras, volviendo mi amigo a intentar poner otra denuncia con los mismos resultados que la primera vez, pero con el agravante de que se permitieron aconsejarle que se diera una vuelta por los mercadillos locales, a ver si veía lo robado. De puta pena.
Y hasta ahora lo último que le pasó fue, que le robaron el motor del pozo y todo el cableado de la instalación y no tiene dinero ni ganas de volver a empezar, pues dice que “Para los pobres no existe la justicia”.
¿Qué haríamos si nos pasara esto a nosotros? ¿Es normal todo este estado de cosas donde no se respeta lo ajeno si no me ven?
                                                   


Conozco a las buenas gentes del campo y sé que si les pides algo para tu casa te lo dan generosamente, pero que te roben para venderlo y sacar para vicio ya es otra cosa.
Tampoco entiendo la indolencia de los funcionarios policiales, pues creo que siempre algo se puede hacer antes que alguien cansado de tanta fechoría impune se tome la justicia por su mano, cuando tengo entendido que ese mismo guardia rebuscó por toda la calle donde vivía a ver quien le había rayado el coche.
Por otra parte comprendo la desgana de unos funcionarios que ya han perdido casi un 30% de su salario en rebajas que este gobierno felón les ha sustraído, pero si cada uno se tiene que poner a vigilar al vecino, mal acabará esto compañero.
                                                    


Por último decir, que este amigo se presentó un día en el almacén de Cáritas donde estaban repartiendo alimentos, e instó a cuatro o cinco hombres que se encontraban en la cola a que le ayudaran a sacar las cajas de naranjas que iba a donar. Todos miraron para otro lado para no ayudar, por lo que mi amigo cerró la furgoneta y se marchó indignado.
¿Qué está pasando?