Para alguien de pocos años,
si observa todo lo que le rodea, verá las maravillas que sus ojos o su estado
de ánimo quiera ver, y seguramente no echará nada en falta; estará su
imaginación volando, reinando y obsesionada con la chica o el chico que le gusta, ansiará que su madre le prepare
esa comida que tanto le gusta, esas maravillosas natillas que hace su abuela, y
deseará con ansias comprarse esas zapatillas deportivas de moda o esos
pantalones o faldas que se ponen sus cantantes, actrices o futbolistas
admirados.
Es normal, aún no tienen recorrido
para saber si falta algo; su afán estará en sacarle partido a cualquiera de las
maravillas electrónicas o no, que cada día encuentra a su alcance; otra cosa
sería que se obsesionara con lo que no está en su mano económicamente. Las
carencias de cosas materiales prescindibles no deberían crear frustración.
Por eso, a la fuerza, somos
las personas con más recuerdos que vida, las que nos acordamos de cosas
sencillas que nos hacían felices la vida en otros tiempos; incluso lo más
seguro sea que las idealicemos en la deformidad de algunos deshilachados
recuerdos.
Salgo regularmente al campo,
y al mirar en derredor, no veo saltamontes, mariposas o zapateros. Y pocas
amapolas o cardos, y no digamos ya espárragos trigueros o algún frutal
silvestre. Nadie se entretiene en coger cañas de los cañaverales, ni higos
chumbos de las espinosas higueras.
Es difícil ver algún burro
(de la especie animal), pocos pájaros sobrevolando el cielo, casi ninguna abeja, escuchar el croar de las ranas
en algunas de las escasísimas charcas, y en la noche del estío ya no se oye el
cri-cri de los grillos.
¿Es posible que en tan poco
tiempo como es una vida, escaseen tantas cosas?
A ver quién es capaz de
captar olor en alguna flor, o sabor en alguna fruta. ¿A que saben las fresas si
no le echas nata o zumo de naranja?
Casi no hay niños jugando en
las calles, sólo algunas reuniones de viejos sentados en los bancos, con la mirada
perdida en el infinito o jugando al dominó.
Y si miramos hacia arriba,
esos cielos cuajados de luceros que se veían en las noches de verano cuando se
ignoraba el significado de “contaminación lumínica”.
Cada vez nos hacemos más
ermitaños, en el sentido que creemos que con los ordenadores, las tabletas, y
sobre todo con los putos móviles, estamos supercomunicados con el resto del
mundo, y hasta se nos ha olvidado decir
“buenos días” cuando entramos en algún sitio donde hay personas.
Hasta creo que alguien se
reirá de lo que digo, y me puede contestar con suficiencia: “¿Para qué sirven
los libros? Lo que no sepamos o no veamos ni sea una aplicación de móvil, es
que no existe. Lo buscaremos en la wikipedia.”
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