Llevo un rato sentado en el
sillón frente a la televisión, y me doy cuenta que no la veo ni la escucho, que
mi mirada está fija en las llamas de la chimenea que me tienen absorto.
Las llamas conforman
sinuosas siluetas caprichosas, llevándome a imaginar cosas con que mi mente las
relaciona: los personajes de la familia Buddenbrook de Thomas Mann que estoy
acabándome de leer, la imagen “del huerto claro donde madura el limonero” que describiera Machado en su
poesía, el drama de ese niño que aún no han rescatado del agujero en que cayó y
que seguramente habrá fallecido después de tantos días, la adolescente con que
me crucé esta mañana y que lloraba desconsoladamente, mis nietos, aquellos
amigos que ya nunca llamarán… y muchas más cosas que pasan velozmente por las
ascuas de mi mente.
Mientras mayores somos,
mejor y más funciona ese cinematógrafo interior que llamamos recuerdos y
pensamiento, y que te hace quedarte durante mucho tiempo acomodado en todas
esas historias vividas o imaginadas, en los antiguos odios, rencores y amores
padecidos, en lo que podría haber pasado si en vez de aquello hubiera hecho
esto, si le hubieses prestado más atención a las personas que me querían, no
haber previsto las traiciones de los que
un día creí íntimos, las respuestas que tuviera que haber dado a algunas
preguntas capciosas que se me hacían para caer en la trampa de las contradicciones.
Y ese conjunto de neuronas
que van cambiando mi mente de un instante a otro, que parece que tienden a
taponar las cosas que no debieron de haber pasado y ocurrieron; de cómo
cambiamos la historia para salir lo mejor bien parado posible. “No, aquello no
sucedió, y si pasó fue esto lo que ocurrió”. Mentiras que nos decimos a nosotros
mismos y que acabamos creyéndolas a pies juntillas. Lo inadmisible y reprobable
no pasó. “Aquella bellaquería no la hicimos, y si la cometimos fue por evitar
un mal mayor.”
Si queridos; así es como
funcionamos para que cualquier juez que se precie de justo nos absuelva de todo
y que nos defina como una “buena persona”.
Tendríamos que ser más
justos con nosotros mismos y sobre todo con los demás, y ponernos en su lugar y
justificarlos como mínimo como nos justificamos a nosotros.
Nadie es totalmente bueno ni
fatalmente malo, todos somos un conglomerado de buenas y malas acciones.
Tenemos que saber que somos frágiles seres humanos y que nunca seremos dioses.
¡Qué difícil! ¿No?
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