La verdad es
que estaba abusando de mis amigos y parientes. Llevaba todo el verano comiendo
de gorra a costa de unos y otros, pero
un día, el peor día imaginable ya que estaba más tieso que el lagarto de la
catedral de Sevilla, se pusieron de acuerdo tres de ellos para que yo les
hiciera de comer en mi casa, pues siempre fui un lenguas y había presumido
tanto de mis habilidades en la cocina que me arrinconaron de forma que no pude
decir que no.
Estuve dos
noches sin dormir apenas, dándole vueltas al coco a ver qué podía hacer con
poco dinero pero quedando bien con mis “patrocinadores”.
Tenía las
llaves de casa de mi hermana que estaba en la playa y me había encargado regar
las macetas, así que asalté su despensa para mangar algo sin que se notara
demasiado.
Cogí unas
latas de atún, berberechos y calamares a la americana. Ojeé el congelador que
estaba repleto, así que no creí que se notara mucho si me llevaba dos puntas de
solomillo ibérico. También rapiñé una tableta de chocolate de un 70% de cacao
y de la bodega de mi cursi cuñado tomé
prestadas una botella de albariño blanco, que estaba más caducada que la momia
de Tutankamon. Una vez depositado todo en mi cocina, bajé al bareto de mi amigo
Rafa a tomarme una Cruzcampo helada y a intentar sacarle algo para mi
comprometida comida.
Le tuve que
explicar de qué se trataba para ablandarlo y así sacarle unas cervezas, una
botella de ron y otra de soda, lo cual quedé en reponerle a final de mes, y un
ramo enorme de yerbabuena recién cortada que cogí del mostrador sin que se
diera cuenta.
Tuve que
comprar, qué remedio, dos tomates grandes, dos manzanas, un racimo de uvas
blancas y una cuñita de queso azul.
Con todo lo
recolectado en mi cocina, ya podía ir pensando que exquisiteces les ofrecería a
mis amigos para quedar a un mediano nivel de exigencia al día siguiente.
Tenía una
lata de fritada a punto de caducar que no sabía ni que estaba allí, un gran
tarro congelado de caldo de pescado y marico, que una vez descongelado añadiría
a la fritada que estaba pochándose en la cazuela.
Con las
latas de atún, calamares y berberechos sumadas a la cazuela y el caldo en
ebullición, que rectifiqué de sal añadiendo una pastilla de Avecrén y colorante
alimentario, añadí el arroz al refrito,
le di unas vueltas y esperé a que todos estuvieran en casa para acabar el guiso.
El segundo
plato iba a ser unas milhojas de tomate, manzanas y solomillo al roquefort.
Corté los
tomates y las manzanas en rodajas no muy finas, pasando estas últimas por la
candela con mantequilla hasta que estuvieron doradas. Los solomillos los corté
a medallones y los sellé por ambos lados con sal y pimienta. Ya sólo había que
montarlos en varias capas en una fuente de horno por este orden: una rodaja de
tomate, manzana y el solomillo, cubriendo el último solomillo con queso azul un
poco tierno.
Vacié una
cubitera de hielo, poniendo en los huecos una uva blanca que recubrí del
chocolate derretido hasta llenarlo, pinchando la uva con un mondadientes, de
forma que pareciera un helado de palo y lo puse a congelar.
La mesa la
cubrí con la mejor mantelería de mi madre, los platos y fuentes de la Cartuja
de Sevilla, la cubertería buena y copas de Ikea para vino, agua y cerveza.
Por fin a la
hora fijada llegaron mis amigos, que me traían una estupenda botella de gran
reserva de Rivera del Duero de procedencia incierta, otra botella de whisky y unos fiambres al vacío.
Los hice
sentarse prohibiéndoles asomarse a la cocina, para lo cual los centré con las cervezas
y los embutidos. Me senté con ellos a la espera de que estuviese lista la
cazuela marinera, ya que las “milhojas a la parisina” ya estaba lista.
Todo les
pareció riquísimo, y más después de liquidar las botellas de blanco y de tinto,
que desató la euforia a niveles que casi hicieron que me sintiera una gran
chef. A los postres después del helado, les preparé unos “mojitos”, con lo que
me mantearon y dieron vivas en mi honor con tal fuerza que se enteró todo el
vecindario.
Ni que decir
tiene que también nos bebimos la botella de whisky, con lo que estaban en un estado
de euforia que me costó muchísimo echarlos.
Para
conseguirlo acabamos en el bar de Rafa, de donde me pude escabullir en un
descuido, ya que tenía que poner en casa todo en orden porque al día siguiente
llegaban mis padres.
A las dos de
la mañana acabé de arreglar los efectos colaterales de la comida, que fue
recordada durante mucho tiempo por mis amigos del alma. Yo tardé seis meses en
reponer las botellas del bar de mi amigo y aún no he conseguido que mi hermana
y mi cuñado me hablen.
En los
tiempos actuales hay que ponerle mucha imaginación a la supervivencia.
En Zizur Mayor, a 20 de
julio del 20012
No hay comentarios:
Publicar un comentario