Me desperté con la extraña
sensación de haber sufrido un ataque cardiaco, ya que me dolía muchísimo el
brazo izquierdo y una gran opresión constreñía mi pecho.
Vania dormía a mi lado, y ni
quería despertarla y mucho menos asustarla, por lo que decidí intentar
levantarme y salir de dudas de qué me pasaba.
Me senté en la cama y me
incorporé para mirarme en el espejo del ropero, por ver qué imagen me devolvía,
pero cuál no sería mi asombro al constatar que mi figura no aparecía por ningún
lado, y sin embargo reflejaba algo extraño de la cama que me horrorizó.
Encima del colchón veía mi
cuerpo desmadejado, con el brazo caído fuera de la cama, la nariz afilada y un
rictus de dolor en el rostro, en donde llamaban poderosamente la atención el
pelo sobre los ojos y los labios de un azul casi gris cobalto. Aquello era mi
cadáver, y sin embargo yo lo veía desde fuera, como otra persona. ¿Qué me
estaba pasando? ¿Era todo una pesadilla?
Me acerqué, recompuse el
pelo (mi pelo), y el gesto de dolor intenté convertirlo en una media sonrisa,
todo para que no se asustara mi compañera si se despertaba, porque, cuando aunque
aún era de noche, el despertador sonaría como siempre a las 6.30; pero a pesar
de todo no, aquello no podía ser verdad.
Salí de la habitación, y en
la cocina bebí un vaso de agua antes de
ir a la mesa del escritorio donde miré el móvil quieto entre los papeles, y en
lo primero que pensé era que Vania no debía ver los comprometedores mensajes de ida y
vuelta que contenía, por lo que tiré el teléfono hacia un patio interior; se
rompería después de la caída libre de
cuatro pisos.
Abrí la puerta de la calle y
salí al exterior después de bajar las escaleras. Si, era de noche, pero me
permití un paseo hasta el cercano parque donde los frondosos tilos se mecían
con la suave brisa de aquella mañana donde ya empezaba a clarear el horizonte.
¿Qué hacer?
Volví a casa y decidí
meterme en aquello que parecía un cadáver, pero que era mi envoltura, que
era o había sido mi cuerpo.
Ya totalmente acoplado y
cubierto con el edredón me quedé muy quieto y poco a poco fui perdiendo la
conciencia, hasta que el estridente timbre del despertador y los brazos de
Vania me hicieron levantarme casi de un salto.
Sí, no había muerto, estaba
horrorizado con el sueño pero vivo, y al momento empecé a llorar
desconsoladamente entre los brazos de mi esposa, sin querer contarle el sueño
aunque me acordaba perfectamente de todo.
Ya después de duchado y
arreglado, mientras desayunábamos, le pregunté a Vania por mi teléfono; no lo
encontraba aunque lo busqué por cada rincón del piso.
Ella tampoco lo había visto,
y de pronto me acordé del sueño.
A punto de salir a la calle,
me asomé al jardincillo interior, y cuál no sería mi sorpresa, al ver mí móvil
roto y desmadejado al lado de la manguera del agua.
Perplejo y pensativo estuve
durante bastante tiempo sentado en el coche pensando en todo aquello que me
había sucedido. ¿Cuál era la realidad, cual el sueño?
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