martes, 24 de julio de 2018

Una comida veraniega


Como cada verano los nietos venían con los abuelos, contentos por los amigos y los baños en la piscina, por las comidas de la abuela y por esa libertad que aquí tenían.
Después de hacer los deberes que su madre les ponía para no oxidar lo aprendido, crema solar, bañadores, piscina y juegos  con los amigos.
                                                                 


Iban con la abuela, mientras el abuelo se encargaba de la intendencia y preparación del almuerzo, aunque ese día se complicaron las cosas, pues eran las doce cuando el hombre recibió un mensaje que decía; “Los niños han invitado a sus amigos a comer con ellos. Serán en total diez o doce. A ver cómo lo arreglas”.
                                                                    


“Cosas del verano” se dijo, y empezó a pensar qué les prepararía de camino al supermercado, y a la una ya tenía todo pensado y comprado, por lo que se metió en la cocina.
Haría una crema-sopa fría típica de los pueblos del Aljarafe sevillano: una cebolla, 4 puerros, cuatro patatas medianas, dos o tres cucharadas de margarina, tres vasos de leche, 250 ml. de nata, cuatro vasos de agua, sal y una pastilla de concentrado de pollo.
                                                                     


Puso la mantequilla en la cazuela hasta que estuvo derretida, añadió la cebolla cortada, y pasado dos minutos añadió los puerros (sólo la parte blanca) troceados, y mientras se rehogaban, partió las patatas el láminas y las añadió a lo anterior más el  agua, y cuando esto empezó a hervir, le añadió la pastilla de caldo desmenuzada.
                                                                 


Pasados unos cuarenta minutos todo estaba tierno, por lo que lo retiró del fuego, y una vez templado le pasó la minipimer para hacerlo un puré clarito. Añadió entonces la leche y volvió a pasarlo todo.
Una vez templada la sopa, le añadió la nata y lo puso en un cuenco en la nevera. Ya estaba el primer plato.
                                                                   


Para después, hizo unos huevos rellenos de atún cubiertos unos de mayonesa y otros de tomate frito, y de postre sandía para todos.
A la sopa fría le añadió unos picatostes y si, triunfó con los niños, que al final fueron catorce atendidos por los “todoterreno” abuela-abuelo.
Todo aquello no llegó a los quince euros, sin contar el trabajo, el cariño y las risas.
¡Qué bello es hacer felices a los pequeños!

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