martes, 30 de octubre de 2018

De vivos y difuntos


Había sacado nuevo libro mi amigo Rafael Barroso y me dirigía a Sevilla desde este rincón del Aljarafe a mi librería favorita. Iba en este tren que llaman “de cercanías” que me llevaba entre un paisaje que presentía desenfocado, ya que las nubes cual volutas de humo, amenazaban  a ratos sol y a poco lluvia, cuando al pasar por la cercanía de Camas, contemplé ese pequeño huerto de difuntos que es el cementerio, con su vergel artificial de plastificadas flores, sus inscripciones lapidarias que ni leen vivos y mucho menos los fantasmas de los que fueron algún día.
                                                                  


Y apenas separados por una fina membrana en forma de tabique o pared, el patio trasero de una casita donde una madre atareada en colgar ropas en el tendedero, no dejaba de vigilar a su pequeño vástago que jugaba entre plantas y charcos.
¡Qué poco separa vivos y muertos!
                                                                    


Esta es la gran verdad de nuestra especie que define nuestra existencia y que no se entiende la una sin la otra,(nacemos con fecha de caducidad) pues sólo hace falta un corto y estrecho pasillo para transitar de  un lado a  otro, aunque en nuestra soberbia de rey de la creación, nos creamos invencibles, que la muerte es cosa que les pasa a los demás y que vemos muy lejos el que nos llegue a nosotros. ¡Ilusos!
                                                                   


Si cualquiera de los que ya peinamos calvas y canas, pasásemos a cámara lenta los momentos de nuestra vida en que sólo nos separó un corto paso la vida de la nada, si contásemos los familiares, amigos y conocidos que vimos un día sin saber que sería nuestro último encuentro, dejaríamos la soberbia de especie depredadora para valorar lo que tenemos en lo que vale, y no me refiero a los bienes materiales, sino a esa fortuna invalorada y no recuperable cuando se pierde que representa vivir.
                                                                


Dirán los desesperados por acuciantes problemas que creen irresolubles que ya no quieren seguir, los enfermos terminales sin esperanzas, los miles de personas que malviven como animales, que para qué la vida, si ante su problema no ven luz, o que su final es irreversible, o que vivir en esas terribles circunstancias no sale a cuenta.
                                                                     


Pero nadie pasa exactamente por las circunstancias y el momento de los demás, no somos quien para ocupar el lugar de nadie; cada uno de nuestro yo es personal e intransferible, por eso donde alguien ve un problema, tú ves una oportunidad, o quien posee cosas que valoramos, para esa persona no tienen la menor  importancia.
¡Paradojas de la vida! Nadie está totalmente contento con lo que tiene, pero ¿y si les plantearan que su final está cerca, que se les acaba el bien más preciado que tienen, qué importancia les darían a esas minucias materiales?
Alguien dijo: “La gran tragedia de la vida no es la muerte. La gran tragedia de la vida es lo que dejamos morir en nuestro interior mientras estamos vivos”.

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