Todo el pueblo se preparaba para la Feria de
Septiembre, que como cada año coincidía con la vendimia, donde muchas bodegas y
particulares, pisaban la uva que sobre finales de Noviembre o principios de
Diciembre ya sería vino joven, aunque aquí lo llamaban “mosto”, siendo muy
demandado y apreciado en toda la provincia.
Juanito, como le llamaban, tenía su caseta en la
feria, que se montaba entre un gran número de amigos y que era de las más divertidas y concurridas del recinto.
Una de las noches, conoció a una morena que no había
visto nunca por el pueblo, ya que había venido a casa de sus abuelos a
divertirse durante estos días. Se enrolló bastante bien con ella, de tal forma,
que al acabar la feria ya iban cogidos de la mano y se besuqueaban en cualquier
rincón que estuviese oscurito.
Quedaron al fin de semana siguiente para salir y
tomarse unas copas, por ver si lo suyo iba adelante o se quedaba en un proyecto
inacabado que floreció con la alegría del baile y el vino.
Estuvieron charlando toda la tarde y parte de la
noche, y cuando ya el alcohol empezó a hacer los primeros estragos, entre besos
y arrumacos se metieron en el coche para buscar un lugar discreto donde dar
suelta a las pasiones que se revelaban como mutuas.
A las afueras del pueblo donde acababa el
cementerio, vio Juan una finca donde la valla o no existía, o se había caído, y
paró el coche frente a un solitario y enorme tractor allí aparcado.
Inmediatamente y a oscuras los cuerpos se buscaron
ávidamente, pues ya el deseo mutuo era imparable, y la tranquilidad del sitio y
lo silenciosa de la noche invitaban al desenfreno.
Estando casi desnudos y en plena faena, aquello se
iluminó como si fuese una fiesta, y es que el enorme tractor que estaba
preparado para iniciar la vendimia esa noche, encendió todas sus luces ante la
sorpresa de los dos tortolitos.
Juan pudo arrancar el coche y dar marcha atrás para
salir al camino, pero con tan mala suerte que las ruedas traseras se metieron
en una zanja lateral para el riego, que no había visto.
Ella salió del coche vistiéndose de espaldas a las
luces, echando a correr en cuanto tuvo puestos los zapatos sin mirar ni una vez
hacia atrás. Lo del Juanillo fue peor, pues se tuvo que vestir fuera del coche
al tener que salir por la ventana. Lo hizo con tranquilidad, incluso le dio
tiempo a quitarse el preservativo que no se sabe si había usado o no, que aún
llevaba puesto, y una cepa completa, incluido un racimo de uvas que se le había
enredado entre las piernas al bajarse del coche.
Ya más tranquilo se dirigió hacia el tractor con el
corte correspondiente, de donde salieron riéndose dos lagareros que entre
disculpas y risas ayudaron a sacar el coche de donde estaba metido.
Todos quedaron como amigos y prometieron no contar
nada de lo que había pasado. Pero ya se sabe lo que son los pueblos, y a la
mañana siguiente cuando fue a desayunar al bar donde siempre lo hacía, las
medias sonrisas del dueño y los parroquianos, dejaron a Juan bien claro que lo suyo lo sabía todo el
mundo, incluso cuando se iba escuchó al dueño decirle: “Juanillo, esta noche ¿Vas
a vendimiar?”
De la chica nadie volvió a saber nada, pues jamás
volvió a casa de sus abuelos, así que toda la guasa quedó para el “Juanillo”,
que en el pueblo los amigos le pusieron de mote el “follauvas”.
Ni que decir tiene que a Juan le cambió la vida,
pues hacía poquísima vida en el pueblo
aunque siguió viviendo en él, casándose y teniendo hijos y nietos, pero aún hoy
cuando ya está jubilado y me contó esta historia, le siguen llamando a sus
espaldas el “follauvas”, y se sigue contando la historia de aquel accidentado
lance de juventud.
Que tire la primera piedra, el que no lo intento o lo hizo en un coche, besos, Roberto
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