lunes, 7 de noviembre de 2011

Soy "El Desastre"


A parte de nervioso soy muy atolondrado, me lo reconozco. Por eso me pasan las cosas que me pasan. Y eso que intento controlarme.
El día que cuento no fue un día normal, pero puedo presumir de que en mi desastroso expediente, había días si no iguales, muy parecidos.


                                                                                 
Había acabado en la Facultad de examinarme de Publicidad Creativa, y al entregar el examen tiré de la mesa del cátedro una pila de folios perfectamente ordenados hasta entonces. Apurado, le ayudé a recogerlos como pude entre excusas y las risas de los últimos examinados, pero al levantarnos los dos a la vez, nos pegamos un enorme y doloroso porrazo en la frente. Más risas de la concurrencia y más fuerte. 
Me disculpé y salí volando, no fuera a ser que me preguntara el nombre y se cagara en alguno de mis progenitores.
Había quedado en recoger a mi amada después de la prueba para irnos a tomar algo, así que me metí en el coche, aún nervioso por lo ocurrido, dispuesto a dirigirme hacia su casa.
Para empezar,  fui rodando un gran rato y al oler a quemado, me di cuenta que el freno de mano lo tenía echado. Dinero para el mecánico.


                                                                                   
Encendí un cigarro por ver si me tranquilizaba y seguí el camino callejeando con el coche, cuando a punto de girar a la izquierda en una calle bastante estrecha, el cigarro se me calló entre las piernas en el asiento. Tratando de cogerlo para no quemarme ni quemar la tapicería giré el volante sólo con la mente, con lo que metí el morro del coche en un salón de recreativos con gran estrépito, rompiendo la puerta de entrada y dejando el eje delantero del coche colgando de un escalón.
¡Joder la que se armó! Bajé del coche como pude para contemplar el morro destrozado, yo con una enorme quemadura en el pantalón y por supuesto  el interior del muslo en “carne viva”, lo que casi me hacía llorar.
Tal era mi desconsuelo, que se pararon los gritos del dueño del local y de la abultada concurrencia, que puse a mi favor.
Parte al seguro, llamada a “auxilio en carretera”, a mi novia… y yo qué sé. Con los nervios hubiera llamado hasta al 7º de Caballería.


                                                                                   
Una vez el coche camino del taller y mi novia riéndose de lo ocurrido, mis lágrimas no eran de desahogo por el siniestro, sino por el dolor inconsolable de la quemadura.
Ya tranquilamente acomodado en casa de mi futura, me quité los pantalones para curarme las heridas, y en eso estábamos ambos cuando llegó mi suegro que nada sabía de lo acontecido, por lo que empezó a pegar gritos amenazadores contra mí, e improperios contra su hija, ya que no nos dejaba explicarle la situación tan delicada en que nos había encontrado sorpresivamente.
Mucho tiempo después de pormenorizar todo lo acontecido, con mi suegra agregando exclamaciones que caldeaban un poco más el ambiente ya de por sí crítico y la mirada acusadora de mi suegro aún dubitativa, me pude acabar de curar la quemadura y ponerme los chamuscados pantalones,  saliendo de la casa con toda la dignidad de que fui capaz.
Me metí en el primer bar que vi y me pegué dos whiscazos como una catedral románica. Después de otro más, empecé a valorar mi situación y a pensar si valía la pena recomponerla. (Por cierto, uno de los whiskys lo tiré al suelo sin querer).
En eso estaba cuando sonó mi móvil, y mi novia me confirmó que era su hombre y que me quería a pesar de ser “El desastre”. 
La vida me sonreía y ya me preparaba para la próxima vez o las próximas veces que vinieran.

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